Tragedia en Pemex
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Tragedia en Pemex
Hablaban
por teléfono, padre e hijo, en México D.F., dentro de la torre Pemex. Luna, el hijo, de 27 años,
en la cuarta planta; Abel, de 51, en la planta baja. La conversación trataba
sobre cosas cotidianas, las nuevas de mamá y su dominio sobre la casa, dando
por hecho, a fin de cuentas, de que es ella la que manda. El teléfono se cortó,
milésimas después una enorme onda expansiva dejó desolado el atardecer. Los cristales chillaron como nunca, las
paredes en escombros bajo una fatídica y densa humareda. La mirada estaba hecha polvo.
Los que estuvieron cerca del epicentro comentaron que se sintió como un terremoto, como si el suelo, cansado de estar quietecito, hubiera decidido saltar y llevarse lo que haga falta, sin importar las consecuencias. Pero no fue un terremoto, fue una tremenda explosión, aún no sabemos si fue un atentado.
Los que estuvieron cerca del epicentro comentaron que se sintió como un terremoto, como si el suelo, cansado de estar quietecito, hubiera decidido saltar y llevarse lo que haga falta, sin importar las consecuencias. Pero no fue un terremoto, fue una tremenda explosión, aún no sabemos si fue un atentado.
El
padre acabó sepultado en restos. El hijo, tras ser actor presente de aquel estallido
bajó a la vida real, descendió las escaleras de tres en tres para calmar a su
acelerado corazón; necesitaba ver la presencia de su “viejo”. Entró en la oficina
de su padre, fue al lugar exacto, y se puso a escarbar piedras tras piedras,
igual que lo haría un codicioso en busca de un tesoro repleto de oro. Buscaba
sus huellas, y tras un breve periodo, tras dejarse las uñas desgastas y la piel
de sus manos rasgada, hecha añicos, encontró sus zapatos, los zapatos de su viejo. Una primera señal. La
cabeza estaba aún más abajo, tuvo que seguir la labor, sin ninguna ayuda. "Lo
encontré vivo gracias a dios" dijo. Su compañera de trabajo, Olivia, chica joven y hermosa de perfilados rasgos aztecas, en la mesa de al lado,
no giraba en el mismo baile, no corría con la misma suerte.
María
Eugenia Santiago, dueña del restaurante Búfalo, que se encuetra en la calle de enfrente al
edificio Pemex, respondió a los medios de comunicación que sintió aquello
como si fuera una ola gigante que brincó y cayó. Su hijo Orlando, que presenció
con ella la insólita escena, quedó impresionado por los quince minutos
siguientes a la explosión, en donde el silencio se impuso sobre todo, como si
fuera consciente del daño que ha quedado derramado.
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