La revolución del caos
La
película del gigante Warner, Joker,
se ha convertido en el fenómeno fílmico del 2019. La obra audiovisual
catalogada para mayores de dieciocho años más vista de la historia.
La apuesta de la productora Marvel toma las riendas de El caballero oscuro (The Dark Knight, 2008). Esta segunda
parte de la trilogía del Batman de
Christian Bale, con las claquetas directorales de Nolan, volvió a darle
dignidad al personaje, que había sufrido deslices importantes, desenfoques
ciclópeos, como el Batman paparruchero
de Tim Burton, en que el magnífico Jack Nicholson vistió el traje del villano (sucumbiendo a los ceros, a la pasta).
En El caballero oscuro, Batman se
enfrenta a su archienemigo más particular, redondo y original. Al, tremendamente hijo de
puta, Joker. Fue encarnado por el
actor Heath Andrew Ledger, que se salió. La pantalla se le quedó
pequeña. Llevó al personaje a un registro inalcanzable, inigualable, con una
maestría actoral impresionante. Borró la frontera entre el actor y el
personaje.
El australiano dibujó al personaje con los exactos matices, con esa
dualidad bamboleante entre psicótico siniestro y bromista áspero de humor negro.
Un papelón que le valió, supongo que por unanimidad, el Óscar al Mejor Actor Secundario
(2009). Su fama, como la de las grandes leyendas del rock que se fueron
prematuramente, se elevó como las olas de un tsunami tras su expiración a los
veintiocho años por sobredosis de "medicamentos" (según la versión "oficial"). La tragedia le sumó repercusión
e interés a la secuela que se estrenaría semanas después. La malaventura se
convirtió en la mejor campaña de márquetin.
Todo los revuelos, sumado a la importancia de la factoría
multimillonaria de Batman, provocó
que se planteara una precuela del Joker,
donde el pintarrajeado estrafalario fuera el único protagonista. La dirección
recaló en las manos de Todd Phillips. Por los motivos que fueran, el elegido para
interpretarlo fue Joaquin Phoenix. Un actor, que para mí, particularmente,
lleva muy bien los thrillers y la ciencia-ficción (realizó un trabajo
impresionante en la futurista y sentimental Her),
y que, a priori, el papel de loco-cómico estaba lejos de sus registros, de
parecerse al Joker de Ledger.
Pero en el Joker,
el universo Batman y el imaginario de
cómic de Marvel desaparecen casi por completo. No es una película saturada de
acción, carreras de coches inverosímiles, estallidos, sobresaltos cósmicos y efectos
especiales. En El caballero oscuro,
el Joker de Ledger es un genial loco.
Un líder astuto, carismático. Sin embargo, en el Joker de Phoenix es un personaje imbuido en sí mismo, deprimido,
triste, inseguro, narcotizado, angustiado, desequilibrado.
La película es un itinerario en primera persona por inacabables
desdichas. Un eterno primer plano de Arthur Fleck, un don nadie de barrio
marginal de Gotham City. Somos espectadores, por tanto, de su vida de cloaca y
de los bajos fondos, de sus idas y venidas, del desamparo de una persona con
problemas mentales que malvive y sobrevive con su madre incapacitada y
enajenada. Y tras las cortinas de la miseria de su día a día, pared con pared, la
sociedad que le da la espalda, que lo margina, mientras aparecen en la
televisión imágenes en color de otras vidas, de los triunfadores de su ciudad, ricos
y todopoderosos que reciben los aplausos y parabienes, que hacen sangrante el
contraste entre la realidad de Fleck y la de los que flotan en el show business, el éxito, la política.
Descubrimos y penetramos en el Joker antes de ser Joker.
Desenmascaramos al fracasado payaso de
poca monta que mendigaba míseras actuaciones. Es evidente, que la película va
más allá de la encorsetada etiqueta del antihéroe, porque encontramos profundas
reflexiones, lecturas subversivas. La desigualdad, el tabú de los problemas
mentales, cómo la sociedad dual de ricos y pobres entablilla a los
pobres a la marginación y al abandono..., provoca el colapso de Arthur Fleck, el
descenso a la locura y a la liberación. Así nace el Joker, el antihéroe agitante que
defiende la revolución del caos.
De ahí, que los espectadores hayan aplaudido las venganzas,
los ajustes de cuenta, los tiros, que el payaso se tome la ley por su mano. Una venganza que tiene una lectura social; el levantamiento del más
grande de los oprimidos. Porque
si la sociedad te deja defenestrado, te arrincona, la única salida que ves abierta
es la rebelión. Un rebelión que no busca un objetivo. Una rebelión incendiaria que a ojos del espectador está
justificada. La antirrevolución. La insurgencia que pugna por dejar la ciudad en llamas.
Es una película lograda. Yo, particularmente, después de
rumiarla, no la considero una obra maestra. La crítica la ha inflado y le ha
impregnado una trascendencia de la que carece, porque como le ocurre a tantas
películas, a tantas novelas, a tantas canciones, se ha convertido en un motivo viral. En estos
casos, habitualmente, se suele perder el norte de la crítica y suele confundirse
éxito con calidad. Si bien, es una
muy buena película que merece ser vista. No faltan los mares de tintas que apuntan a que J. Phoenix se llevará el máximo galardón dorado, la estatuilla del caballero que aguarda con una espada, de calle, por su interpretación.
Como apunte final, me gustaría destacar un último acierto: la banda sonora. Una track-list que funciona por contraste. Canciones guitarreras y jazzeras, melódicas, alegres y vitalistas, que aparecen en las situaciones más crudas, en
escenas, visualmente hablando, de hipotermia e infarto. Curiosamente, encaja a la perfección. Se nota
que el tipo que ha estado agazapado con los temas posee un gusto musical curtido.
BS
Comentarios
Publicar un comentario