Adiós al extraterrestre

 

Las figuras del baloncesto con que hemos crecido han colgando las botas. Aún recuerdo cuando el postrimero Jordan de los Washington daba sus últimos coletazos, sus últimos rotos ante el aro,  meses antes de dar el paso al lado definitivo en 2003. Jordan, en su dos últimas temporadas de gracia, de regalo, seguía acaparando, pasara lo que pasara en el mundo del baloncesto, la noticia principal de la NBA, los titulares. Todo el mundo quería saber del 23, sus puntos, sus asistencias, sus jugadas, aunque perdiera la mitad de los partidos. Jordan dejó, incluso, un excelso partido en la recámara, a modo de vendetta, de 51 puntos, precedido del peor de sus partidos como profesional, un partido en que anotó seis puntos y muchos deslenguados le daban por finiquitado. Se despidió en un equipo con nulas perspectivas de anillos, para que sus seguidores se relamieran la miel de la nostalgia porque aquel tipo seguía dominando la pista con sus cuatro décadas en las piernas y un dominio y elegancia en el juego nunca visto. Su despedida dejó huérfano a los amantes del basket. Pero nosotros tuvimos a un joven con cara de acabar de hacer la comunión que en su primer año en la NBA fue elegido Rookie del año. Algo inaudito. Su grandeza, el mejor de los gigantes del baloncesto español, nos dejó con la boca abierta porque cada año crecía y aunque nadie pudiera imaginarlo, acabó lleno de gloria en el parqué, al lado de Kobe Bryant,  liderando una selección llena de talento, garra y hambre de metales. 

Así que mientras el 23 se apagaba poco a poco, el 16 y el 4 cobraba luz propia. Y no nos desenchufamos de la NBA. Aquellas dos últimas temporadas de Jordan en los primeros paso del S. XXI (2001-2003), a modo de epílogo, en un equipo sin aspiraciones, y la llegada de Pau a la NBA, en unos nuevos Grizzlies, se cruzaron, y estuvieron marcadas a fuego por el atentado del 11-S. Siempre se escribió que Jordan tomó ese último vuelo a Washignton por los fatídicos atentados, por el shock, por el trauma, como gesto, como homenaje, como capricho, porque podía permitírselo, y porque con cuarenta años seguía sin desentonar en la mayor liga de baloncesto. Seguramente, su ambición incontrolable y desmesurada apuntaba a hacer cosas grandes aún, a hacer un buen papel en la temporada y en los play-offs, incluso, conociendo su hambre tan visible en la serie, aún en Netflix, El último baile. Probablemente, en su fuero interno, su ambición desmedida y incontrolable, distorsionó la propia realidad de su equipo y de su juego en sus últimos coletazos en el Siglo XXI. La realidad no perdona, la realidad fue implacable, y Jordan ya no era el dominador del baloncesto. Era la era del mastodonte y dominador O'Neal MVP, como diría Andrés Montes, del artículo: hago lo que quiero, cuando quiero y lo que me da la gana. Lo dijo Blas Punto Redondo. Aquellos Lakers, con un joven Kobe incontrolable, chupón, desafiante y con desparpajo, una copia de MJ, y también, la guerra de baloncesto de pizarra y conceptos de Popovich, de unos Spurs competitivos como pocas veces se ha visto, acaparban el foco, y seguían el relevo de los Bulls de los noventa. Poco después llegaron Wade, LeBron, Curry y compañía. 

Y mientras la nostalgia de ver los últimos bailes de Jordan, porque el que tuvo, retuvo, nosotros nos fijábamos también con ilusión ciega en los primeros pinitos de uno de los nuestros, de un joven de Sant Boi. Un joven gigantón desconocido de 2,15 metros, con un aspecto de adolescente, demasiado flaco, demasiado inseguro, demasiado enclenque. Y mate ante Kevin Garnett. 

Pau Gasol aterrizó en septiembre del 2001 como tercera opción del Draft de la NBA (coincidiendo en eso con MJ). Gasol se enfrentó a la leyenda en esos primeros años, algo que podrá contar a sus nietos. El sueño se hizo realidad, aunque su ídolo era Toni Kukoc. El adiós del más grande se cruzaba con el inicio de nuestro extraterrestre particular, cuando nadie podía anticipar todo lo que conseguiría el mayor de la saga Gasol en la NBA y en la selección, en la familia.

Nuestra selección, hasta la llegada de Gasol, Navarro y compañía, el techo deportivo se situaba con la plata de Los Ángeles del 82, con Epi, Martín, Itu y compañía, que fueron aplastados en la final contra los americanos, con un joven planten repleto de futuros all-stars, con Jordan y Pat Ewing, por dejar dos nombres sobre la mesa, en unos Juegos Olímpicos marcados por el boicot de la Unión Soviética, un equipo rocoso, físico, que podía competir de tú a tú con la joven y extratosferica selección estadounidense. Es importante colocar en el puzle el contexto de la pieza tan destaca que supone la de Pau Gasol, los retos que atraviesa y dinamita, el legado que deja. El palmarés deportivo en la selección es descomunal. Los logras deportivos que consigue en el mundo del baloncesto, hasta el momento de su aparición y posterior consagración, eran impensables, inimaginables. Se convierte en la figura central de los Memphis de Girzzlies, un equipo que llega a los play-offs, y que planta batalla. Aunque con los años, los Memphis de Pau se quedan cortos de victorias para grandes logros y en su momento de esplendor, con hambre de anillo, viene el traspaso que lo cambió todo; se convirtió en el escudero de los Lakers de Bryant, forjando un dueto que dejó en las arcas de la franquicia argelina tres finales de la NBA y dos anillos.

Con respecto a la selección, hay un revitalización y un ascenso meteórico de la roja que venía forjándose poco a poco desde la Federación. Es muy interesante el documental La familia, la estructura y la creación de los Juniors de oro, cómo se estructura y se teje un equipo que acaba siendo una familia, un equipo campeón, un equipo extraordinario. Los campeonatos internacionales vieron como nuestra selección es un rodillo que gana, gana y vuelve a ganar, con algunos tropiezos memorables también, pero el palmarés de los últimos veinte años es para quitarse el sombreo. Y es, casi igual de importante, valorar el talento que ha vestido la camiseta de la selección en los últimos años, como dejar un margen de maniobra y de realismo en la selección presente y venidera, porque las victorias por decreto, en el deporte, no existen, y perder forma parte del deporte y de la vida. En el próximo campeonato internacional la selección tendrá un plantel, vital de necesidad, nuevo, sin los Gasol, sin Navarro, sin Calderón, sin Rodríguez, sin Reyes... Un plantel que mantiene la esencia con los últimos reductos, con Ricky Rubio, Rudy y las nuevas compañías, muchos que empiezan a dar sus primeros pasos en la NBA, que, todo hay que decirlo, ganaron el Mundial de baloncesto de manera épica, el Mundial del 2019 de China, justo antes de que la pandemia nos arrasara con los encierros y con las mascarillas.

En Argentina los amantes al baloncesto pudieron deleitarse viendo como uno de los suyos escribía las páginas más doradas y mágicas de su baloncesto; Manu Ginóbili, siempre Spurs, siempre con Duncan y Parker, siempre argentino. El más dorado de La generación dorada del baloncesto argentino que consiguió lo impensable, cerrar el círculo; una Euroliga con el Virtus Bologna, cuatro anillos de la NBA, y el oro en los Juegos Olímpicos de 2004, donde fue nombrado MVP. Es considerado el mejor jugador latnoamericano de la historia. Además, su carisma y su personalidad hicieron de él un referente por su actitud y por su profesionalidad. Alemania tuvo  a Dirk Nowitzki, el eterno estandarte de los Dallas Mavericks, campeón de la NBA en la temporada 2010-2011, MVP de aquellas finales, y el primer jugador europeo en ser MVP de la NBA (en la temporada 2005-2006). Con la selección no llegó a lograr ninguna proeza y se quedó a las puertas; una plata en el Eurobasket del 2005, y un bronce en el Mundial de Indianapolis del 2002. Un registro que, probablemente, lo dejé en el segundo escalafón de los mejores jugadores europeos de la historia, solo por detrás del griego Giannis Antetokounmpo, al que aún le quedan dos o tres lustros de baloncesto de primer nivel, y que presenta, quizás, alguna, discusión ante el mejor lituano del parqué, Arvydas Sabonis, y también, quizás, con el prometedor croata Drazen Petrovic, al que su precipitado adiós lo dejó fuera del mapa, cuando empezada a dar sus mejores destellos en la NBA. Pero como nunca es lo que pudo haber sido, sino lo que es, tenemos que hablar de hechos. Y si Estados Unidos tuvo a su Dios disfrazado de baloncesto, a su Michael Jordan, nosotros teníamos a Pau Gasol, el más extraterretre de nuestro baloncesto. Hoy toca hacer unas líneas en su honor, al 16, al 4.

Se retira un jugador que supo reinventarse, que se convirtió en el jugador referente y franquicia de Memphis Grizzlies, cuando en España, los viajes a la NBA eran una utopía, y solo un tal Fernando Martín, que probó suerte y que volvió al Madrid de su vida, para ser la cabeza de ratón, porque en su corta experiencia en Portland vivió las sombras de un juego al que, como tantos otros europeos, no supo adaptarse (otro ejemplo paradigmático, podía ser el de Juan Carlos Navarro, o el de Rudy Fernández). Pau acabó siendo la mano derecha de los Lakers del fallecido Kobe Bryant, unos Lakers que levantaron dos títulos de la NBA y que se quedaron a las puertas de uno. Pau tuvo partidos memorables, como los partidos en las finales en los play-offs, como los cuarenta puntos sobre Francia en el Europeo, como los cincuenta puntos vistiendo la camiseta de los Chicago Bulls.

Pau Gasol consiguió unos registros en la NBA probablemente solo superado por el alemán Nowitzki, aunque le separa un hecho diferencial que no es baladí; Pau Gasol fue el león de una selección que no se bajaba del carro de los metales, la primera de la familia, que, junto con su amigo inseparable Navarro, dejó durante casi dos décadas ininterrumpidas el medallero español en lo más alto de las competiciones internacionales. Fue nuestro extraterrestre particular, una figura que sobresalió del común de los mortales, y con trabajo, cabeza, garra y corazón, nos alucinó sobre el parqué.

BS

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