Felicidades, majestad
Felicidades, majestad
La monarquía va contra la democracia. La monarquía es una jefatura de
estado que nos cuesta casi 8 millones de euros al año. Una familia
privilegiada. Y todo esto ocurre por el hecho de ser “hijo de”. Nos
quejamos, nos llevamos las manos a la cabeza, cuando en otras instituciones, en empresas con dudosas
transparencias, o en la política, asistimos atónitos a los enchufismos y a cómo se mete al personal
por dedazo limpio. Sin embargo, con la monarquía se hace la vista gorda. Todos miran para otro lado, para ningún lado.
Seguramente, si hubiese un referéndum para quitarla/mantenerla, los monárquicos ganarían por goleada, porque la publicidad a favor, la manipulación mediática de la que goza la monarquía, es simple y llanamente, impresionante, de juzgado de guardia. Los reyes llevan años saliendo en los telediarios como ejemplo de familia ideal, copan las revistas del corazón posando como modelos y recibiendo las alabanzas de los periodistas, y además, en navidades, esté quien esté, sentado en el trono, nos aburren con el mismo discurso calmado de mesura, patriotismo y constitución. Es muy complicado que pueda abrirse un debate serio, basado en la razón, con los pros y los contras de lo que que supone tener y mantener una monarquía, porque la corona es una institución que tiene a los poderosos de su parte, y además, es una institución que apela, continuamente, a los sentimientos, a la tradición, a la historia; va más allá de lo puramente institucional; es un símbolo de nuestro país, y como tal, puede desvincularse, quedar al margen de los planteamientos y los disentimientos económicos, políticos y sociales.
Con todo, la monarquía es una absurda imposición que encajó en la Edad Media, cuando la política funcionaba a golpe de cetro y religión, pero que está completamente desfasada, es un anacronismo insondable, en pleno siglo XXI, en el mundo occidental. Nos dejan elegir a nuestros representantes, a nuestro alcalde, a nuestro presidente autonómico, al presidente del gobierno, pero estamos atados de pies y manos si cuestionamos una coma de las opacas funciones que realiza (y ha realizado) la casa real, su desorbitada financiación, su labor eterna como jefe de estado elegido por nadie. Muchos porqués, muchas lagunas, pocas respuestas. A tragar por la fuerza.
Visto lo visto, lo que más me deja atónito, catacroque, es ver a Felipe on fire dando lecciones sobre la democracia y filosofando sobre los esfuerzos que debemos realizar todos juntos (se incluye él mismo) para mantener la unidad del país y para salir de las crisis que nos invaden. Ahí es mi héroe y tengo que bajarme de la vida. En esos momentos en los que está hablando con las piernas cruzadas y las manos abiertas, arreglando el mundo, y cogiéndolo, al mismo tiempo, tan tranquilamente, a nuestro Felipe solo le falta ponerse los calzoncillos por fuera para convertirse en Superman. Estamos a años luz de él. Y lo estaremos de Leonor. Y así sucesivamente.
Seguramente, si hubiese un referéndum para quitarla/mantenerla, los monárquicos ganarían por goleada, porque la publicidad a favor, la manipulación mediática de la que goza la monarquía, es simple y llanamente, impresionante, de juzgado de guardia. Los reyes llevan años saliendo en los telediarios como ejemplo de familia ideal, copan las revistas del corazón posando como modelos y recibiendo las alabanzas de los periodistas, y además, en navidades, esté quien esté, sentado en el trono, nos aburren con el mismo discurso calmado de mesura, patriotismo y constitución. Es muy complicado que pueda abrirse un debate serio, basado en la razón, con los pros y los contras de lo que que supone tener y mantener una monarquía, porque la corona es una institución que tiene a los poderosos de su parte, y además, es una institución que apela, continuamente, a los sentimientos, a la tradición, a la historia; va más allá de lo puramente institucional; es un símbolo de nuestro país, y como tal, puede desvincularse, quedar al margen de los planteamientos y los disentimientos económicos, políticos y sociales.
Con todo, la monarquía es una absurda imposición que encajó en la Edad Media, cuando la política funcionaba a golpe de cetro y religión, pero que está completamente desfasada, es un anacronismo insondable, en pleno siglo XXI, en el mundo occidental. Nos dejan elegir a nuestros representantes, a nuestro alcalde, a nuestro presidente autonómico, al presidente del gobierno, pero estamos atados de pies y manos si cuestionamos una coma de las opacas funciones que realiza (y ha realizado) la casa real, su desorbitada financiación, su labor eterna como jefe de estado elegido por nadie. Muchos porqués, muchas lagunas, pocas respuestas. A tragar por la fuerza.
Visto lo visto, lo que más me deja atónito, catacroque, es ver a Felipe on fire dando lecciones sobre la democracia y filosofando sobre los esfuerzos que debemos realizar todos juntos (se incluye él mismo) para mantener la unidad del país y para salir de las crisis que nos invaden. Ahí es mi héroe y tengo que bajarme de la vida. En esos momentos en los que está hablando con las piernas cruzadas y las manos abiertas, arreglando el mundo, y cogiéndolo, al mismo tiempo, tan tranquilamente, a nuestro Felipe solo le falta ponerse los calzoncillos por fuera para convertirse en Superman. Estamos a años luz de él. Y lo estaremos de Leonor. Y así sucesivamente.
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