Brexit
El
referéndum británico sobre la salida de la Unión Europea, el Brexit, ha
puesto una encrucijada encima de la mesa del Reino Unido y sobre el proyecto europeo. Un nuevo
terremoto político en mitad del oleaje Crisis, que por otra parte, responde a una votación democrática, y por tanto, merece el mayor de los respetos.
Aunque quedan muchos matices sin resolver, poco nítidos. Por lo pronto, el triunfo mínimo del Brexit (51,9%≠48,9%), de la salida de la UE, se lleva por delante la cabeza de Cameron, del primer
ministro británico, que busca relevo, que no puede mantener la compostura ante
semejante desastre. Apoyó la continuidad, con una incoherencia aplastante; en los meses previos a la cita había dado pasos para apearse de la Unión, luego rectificó, lo cambió por un mejor anclaje dentro de la Unión, y por lo visto en el resultado, con poco éxito. Ahora se encuentra con un Reino Unido partido en dos, con la necesidad inevitable de darle acción a los resultados del referéndum, a tramitar la salida. Desde Europa, para evitar inestabilidades, se ha pedido premura para ejecutar la saluda. También se tensan, nuevamente, las relaciones del Reino
Unido con Escocia ―los escoceses son partidarios, por una holgada mayoría (62% a
favor), de continuar dentro de la UE― o con Irlanda del Norte (con el 55% a favor del remain).
No van mal encamindas las opiniones de John Carlin, Michael Robinson, o incluso de Felipe González,
cuando argumentan que el triunfo del Brexit produce más problemas que ventajas, que es el triunfo del miedo, de la
cerradura, de la incomprensión, y de la ignorancia. Los jóvenes han votado a favor de
permanecer en la Unión, sin embargo, han sido los jubilados, votando a favor del goodbye Europe, los que han decidido y condicionado, en parte, el
futuro de sus jóvenes. El referéndum no ha sido un referéndum político, sino
que los partidarios del Brexit se han escudado en el problema migratorio, en el
miedo, y en unos apocalipsis infundados, donde se entrecruzaban el racismo barato y la
xenofobia demagógica, con mucha sutileza. Apenas ha habido política.
Los
medios afincados en Inglaterra han alzado su bandera para defender la independencia
del Reino Unido, para dejar a un lado una Unión Europa ―que había sido una Unión Europea
a la carta―. Basta echar un ojo a las portadas del pasado jueves, para
comprender la falta de criterio, de pluralidad, las argumentaciones sesgadas, la imparcialidad de sus artículos.
Pero así
es la democracia. Gana el que tiene más votos, no el que creemos que debe ganar, o el partido que consideramos mejor o más preparado. Unos hablan, otros votan. No está tan claro
que los que hablan sepan de lo que hablan y que los que votan sepan las
consecuencias de lo que votan.
No es un final ni para la
Unión Europea, ni para el Reino Unido, pero sí es un hecho significativo. Europa
tiene que ajustar y replantear su modelo. La UE debería evitar tener a miembros
privilegiados, que se haga una Europa a su antojo, como ha sido el caso del Reino Unido, que participaba cuando
interesaba y se apartaba cuando había que subirse las mangas y bajar al barro.
Europa,
con todos sus desperfectos, con todas sus particularidades, asegura libertades
y derechos, un comercio equilibrado, apoya a los miembros más pobres, a las regiones más desfavorecidas. Europa no supone solo tener acceso a privilegios económicos, sino que otorga mayores
oportunidades a sus miembros. Europa no es la panacea, la Sangrila mítica, pero si repasamos un poco la historia del siglo XX, quizás, nos convenzamos de lo que supone y significa el modelo europeo.
B. S.
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