#Black Lives Matter



Black Lives Matter


Muhammad Ali fue un boxeador que no solo golpeó en el ring. Su activismo en los Estados Unidos, sus maneras impetuosas y desairadas, en contra de la discriminación racial y a favor de la minoría musulmana, lo colocaron, con frecuencia, en el centro del huracán, en revuelos inflados por la prensa y la opinión pública. Los periodistas retorcían cada capítulo que se cernía y propagaba sobre Ali, para convertirlo en un nuevo enemigo público. Y al mismo tiempo, sin quererlo, le dieron alas; Ali pasó a ser una de las cabezas más representativa de la lucha racial. Por iniciativa propia; Ali, así se lo propuso, por incontrolable. Era puro impulso, una persona construida por ráfagas de derechas, de izquierdas, de ganchos, de palabras, salvaje, indomable, que acostubraba a dejar al adversario en la lona, en K.O.

No era un intelectual, ni un gran orador. Sus discursos eran tan predecibles como incendiarios. En ellos estaba patente la influencia de Malcolm X, del líder religiosos Elijah Muhammad, quien lo iluminó, lo guió, y lo radicalizó. Ser un radical cuando te cierran las puertas de las oportunidades, se convierte en lo más oportuno. Muhammad Ali ―que renegó de su nombre original, Cassius Clay, porque consideraba que se arraigaba en la esclavitud― desde su pulpito ―atiborrado por los focos que se encienden ante la presencia de un campeón mundial de los pesos pesados― supo perturbar las conciencias, hastiar a las cúspides. Un bocazas necesario, un agitador en buena hora, hablando bien y pronto.

Soportó sobre sus espaldas los golpes del establishment, de los líderes políticos ―rancios y desactualizados, como no deja de ser costumbre― que articularon sus “herramientas” para detenerlo, atajarlo. Se convirtió en héroe y villano a partes iguales. Lo forzaron a que fuera una cabra más del rebaño, a pasar por el aro, con desorbitantes presiones fiscales, con saqueos y delitos malinterpretados contra los Estados Unidos, que acabaron en multas y más multas, con el único fin de amedrentarlo, acobardarlo, e imponer la ley sobredimensionada que siempre merodeaba sobre su cabeza. Llegó a pisar la cárcel. Sin embargo, no cedió ante todas las presiones, ni se alistó en el ejército para combatir en una guerra absurda. Tuvo que pelear como pocas veces por la paz. Todas las intimidaciones del sistema dieron en hueso. Se declaró objetor de conciencia. Mohammad Alí se negó a combatir por activa y por pasiva en la guerra de Vietnam, declinó inmiscuirse en lo que él consideraba una matanza de inocentes. Su fe en el islam se lo prohibía. Plantó cara, y animó a muchos otros a rebelarse.

Abrazó el islam y la defensa racial. Lo convirtió en su meta, en su modelo de vida. Sobre todo a raíz de la expulsión del mundo del boxeo ―por su negativa a alistarse en el ejército estadounidense― que sufrió durante tres años. Aquellos años los pasaría dando mítines y entrevistas, por televisiones y universidades.

Muhammad Ali no maquillaría nunca sus desfases, su parte distorsionada, su zona neurótica, sus cruces de cables, que sobresaltaban en las entrevistas, reiteradamente. Mantuvo uno de sus leitmotiv, con una ira tajante, convencida, incontrolable, “todos los blancos son diablos”. Para nada se debe justificar una generalización tan despiadada, pero para palpar el significado completo, la coherencia, el contexto, debemos retrotraernos a los Estados Unidos de los años sesenta, a los Estados Unidos de privilegiados blancos y marginados negros, a los Estado Unidos invadiendo Vietnam, al asesinato de Mather Luther King y, en definitiva, a una desigualdad entre blancos y negros, tan evidente, tan implacable, como injusta. Por todo ello, arrojaría su medalla olímpica al río, como gesto simbólico, por los espaldarazos y las desigualdades de un país que presume de libertad, de grandeza, y que recalcaba, en la letra pequeña, que el sueño americano está, maquinalmente, acotado.

La historia de Norteamérica se ha basado y construido en una tajante división en la que el color ha definido ―y define― la supremacía y la servidumbre. De hecho, nombres tan carismático como el cuatro veces oro olímpico, Jase Owen  ―que ganó cuatro oros bajo la mirada del defensor de la supremacía área, Hitler, en las olimpiadas de Berlín de 1936―, al volver a Estados Unidos, siguió sufriendo el apartheid sobre los que se apoyaban los pilares de la sociedad racista americana. Observó que aquello no se alejaba tanto de los dogmas que denfendía el bigote germano mal cortado.

En la actualidad, después de casi medio siglo de luchas y reivindicaciones, la comunidad negra estadounidense goza sobre el papel de los mismos derechos que los blancos, aunque existe un maquillaje burocrático, una separación sin resolver que provoca que gran parte de los barrios marginales de las grandes urbes sean barrios de negros, en donde no hay ley, ni futuro. A esto habría que sumar la brutalidad policial que se han producido recientemente en Estados Unidos por policías que han tirado de gatillo con una facilidad asombrosa para quitarse del medio a inocentes de color desarmados. Estos gestos evidencian que sigue existiendo en amplias capas de la sociedad estadounidense un racismo oculto, que late, camuflado. Solo hay que asomarse a las estadísticas de criminalidad, a la ingente cantidad de negros que acaban en la cárcel; los números que avalan la pobreza de los que tienen color con respecto de los que no; las cifras que datan que los blancos tienen cuatro veces más posibilidades de ir a la universidad; que el 90% de los que consiguen cargos relevantes en los engranajes políticos y empresariales son arios. Visto todo en perspectiva, se evidencia que la igualdad sigue siendo una utopía. Los negros cargan más con la pobreza, con la desigualdad, con la marginación.

El racismo sigue siendo una de las lacras de las que se nutren los parásitos sin cabeza, ultras borrachos, nazis descerebrados. Una enfermedad que solo responde al miedo; miedo al otro, al diferente, a lo desconocido. Una enfermedad que se promueve y se alimenta con mensajes de centenares de cobardes que se escudan en la bandera, en un patriotismo patatero, en mensajes dirigidos y maquiavélicos. Todo para intentar plasmar una confusa realidad, desdibujar al otro, casi siempre con el mayor de los desprecios.

Aún seguimos sufriendo coletazos de racismos, de xenofobia, de homofobias, y demás fobias, que nos describe una realidad maniatada, tan tarada como oscura. Podemos sacar una sólida conclusión: los negros siguen siendo negros. De ahí que sigan existiendo una parte de la comunidad negra que siga abogando por la unión ante los abusos y los desprecios, para reclamar una igualdad de la que todos hablan. Sin embargo, nadie escucha. Todavía son necesarios los Muhammad Ali, Luther King, y compañía. Ellos fueron los primeros en levantarse, en quitarse las cadenas, cuando aún era impensable. Dejaron el camino marcado. Comenzaron a abrir a alguna que otra mente. Señalar un distinto futuro.


My black is beautiful,

Wonderful,

Fabulous,

Powerful.

(Uno de los cantos de las manifestaciones que se produjeron tras la absolución del policía que disparó y mató al adolescente negro Trayvon Martin)







B. S.

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