A cuerpo de rey
“La democracia es el menos malo de los
sistemas políticos”
W. Churchill
Cada día, cada hora,
cada minuto, en cada país del mundo, en una conversación de política de bar
venido a más o en una columna de un periódico, como cita, casi siempre, un
hombre (con sombrero y con un pitillo a medio andar) se dispara la celebérrima y
abusada frase de Churchill: “la democracia es el menos malo de los sistemas
políticos”.
La democracia, a
pesar de sus goteras, suele tener filtros; instituciones y organizaciones que
no dependen directamente de los partidos que gobiernan. Las democracias construyen estructuras con base en
los méritos, cosa que nunca ocurre en los sistemas absolutistas, dictaduras y jequerías. Con la monarquía tampoco hay reglas ni méritos, y a parte de la
sociedad, eso le parece bien. En España, la historia, el franquismo, y la frágil democracia que nació tras la muerte del dictador nacionalcatolicista, nos deparó un híbrido al que denominamos
"monarquía parlamentaria". Un extraño choque de trenes antagónicos, entre la democracia y la monarquía, difícil de resolver.
Churchill entendía
que la democracia, per se, no es buena (y una dictadura, o reinado, del
mismo modo, no tiene por qué derivar en un Estado oscuro y represor, y ahí
tenemos, por ejemplo, una absoluta excepción a la regla; Alfonso X, El Sabio).
No siempre, en democracia, se eligen a los mejores candidatos, a los más
preparados o capaces (la historia ha dado pruebas irrefutables de ello), sino
que es la oratoria de los candidatos, y cada vez más la imagen, la que acaba
convenciendo sobre el color del voto. Entramos por la puerta grande,
continuamente, del negro problema, el que ya encontraron y vendieron los
sofistas hace tres mil años. Y, mal-diciendo a Unamuno, venceréis, pero sí
convenceréis. Esto nos lleva a una conclusión nítida, transparente, supina: podemos
ser gobernados, como somos, por imbéciles teatreros con picos de oro. No hay ningún filtro intelectual, académico o laboral para ejercer de alcalde o de presidente del gobierno. Cualquier don nadie puede ponerse
la lengua viva, llenarse la labia, para encantar y bailar a las serpientes más rocosas para que le voten. Un don que
puede mejorarse y entrenarse. En el engatusamiento, en la trampa, en la mentira, también hay arte, pautas y
ensayo-error.
Sin embargo, para
que exista la mentira debe darse dos inquebrantables circunstancias: que haya un
mentiroso que la cocine y un idiota que se la coma. No sabemos, en este punto,
quién nos ha vendido la moto de que una monarquía en nuestro país es algo
necesario, consustancial y eterno. En España tenemos una monarquía
parlamentaria. Técnicamente, España es un reino. La monarquía, a priori, no
interviene en la política. El rey es una especie de cartón-jefe de estado, que da la
cara, sobre todo, cuando hay que tratar de tú a tú a jeques y otros monarcas y que por Navidad nos repite casi lo mismo que el año
anterior.
En España, como no
sabemos dialogar ni comunicarnos, el debate parricida entre la monarquía y la
república no es nunca político, es siempre subjetivo, de intestinos. Un
imposible. No hay manera de darle luz al sentido común. La república como
modelo de Estado se asocia insistentemente con la Segunda República, con una añeja e incendiaria izquierda, basta y
exagerada, que huele a 1936, que irradia preguerra civil y revancha. La palabra "república" guarda en sí claras connotaciones negativas en este país; la han convertido en un sucio y maldito espantapájaros. Y por la otra
parte, la monarquía, para la derecha conservadora, es un símbolo intocable de España, que no
puede quitarse pase lo que pase con el rey, haga lo que haga la familia real. Y
ante tanta subjetividad llena de emociones encontradas hay poco que hacer.
Quizás, esta sea una de las pruebas más evidentes de que somos un país y dos mitades, por que se corrobora, una vez más, las dos Españas.
Al rey emérito Juan
Carlos se le hace valedor y garante del sistema democrático por “parar” el
golpe militar de Tejero del 82. Su touchdown. Después ha tenido carta blanca para irse de
putas y elefantes. Sofía hace lustros que vive en Londres y el divorcio no se
ha llevado a cabo por cuestiones institucionales. Tener monarquía significa que
una persona (su hijo, y el hijo de su hijo), podrá limpiar los trapos sucios
con el dinero del Estado, que haga lo que haga no pagará sus malos actos, que
podrá pagarse los lujos y chanchullos porque sí. El rey es aforado, como los
diputados (tiene inmunidad). Da igual que en la familia haya un Frolián y que
se dispare el pie. Estamos condenados a mantenerla. Gracias, sobre todo, a la
prensa y a la televisión que la idealizan. Pero no hay nada tan antidemocrático
como la monarquía.
Es una institución
opaca y elitista. Vivir a cuerpo de rey no es una frase hecha. Si no, que se lo
pregunten a Juan Carlos (los cien millones de euros en Corinna solo es una paja
en el pajar). La monarquía recibe cerca de ocho millones de euros al año, y en
ese pastizal no están recogidos los gastos de las actividades oficiales y
extraoficiales.
Por todo, cabe
preguntarse ¿para qué queremos una monarquía?, y es difícil sostener su
mantenimiento sin apelar a la idiosincrasia, al panfleto de taberna y bandera.
La monarquía es un disparate en pleno siglo XXI. Ahora que queremos la igualdad
de derechos en nuestra sociedad, no podemos mantenernos al margen cuando
pasamos por delante de los privilegios exorbitados de la realeza. Y no se trata
de ir contra Felipe VI, al que la vida le ha preparado y le ha destinado para
eso, sin que pudiera elegir, y que ha intentado desde el minuto uno mantener
una higiene institucional y no parecerse al metepatas de su padre, y que
también ha hecho lo imposible para poner tierra de por medio sobre su cuñado,
Urdangarín.
En la larga historia
de España hemos tenido reyes más tontos que cavar en el agua. Pero la pregunta
no está, exclusivamente, en el pasado. Está en el presente. Es más de fondo y de futuro: ¿Por qué
debe haber en una sociedad democrática una familia eternamente privilegiada?
Fin de la cita, por
hoy.
BS
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