El tiovivo en llamas


Nos han hecho creer que nuestro mundo es una feria inundada de atracciones, una realidad pincelada y diseñada por el capitalismo, y que no hay plan b. Nos han hecho espectadores de escaparates con marcas que nos devoran los ojos. Bailamos en una algazara caótica donde la diversión queda atenuada por dosis irrenunciables de disciplina. El que no corre vuela y hay que correr para comprar, dentro de los márgenes, sin saltarse la valla, esperando en la alfombra roja (bajo la cual se amontona y esconde la suciedad y miseria que no vemos). Esperamos para tener la oportunidad de coger los tickets, sin sobrepasar la línea roja, para que podamos montarnos en los coches que chocan, en la montaña rusa. Y ahora que al tiovivo de la economía le han cortado los cables y al feriante la lengua, observamos atónitos como los cacharritos son devorados por las llamas, y las luces y el ruido han desaparecido. Solo nos ha quedado un fuego ciego y mareante, las raquíticas sombras, una despiadada incertidumbre, un silencio extraterrestre, extraordinario, inhumano.

Ahora es más palpable que nunca que el sistema capitalista no resiste las pandemias. La economía capitalista es un gigantesco monstruo que lo tritura todo, es insaciable. Te obliga a vivir en una ficcionada cresta de la ola infinita, que no para y que no puede parar. Pero un crecimiento sin fin es inasumible, un imposible. La naturaleza no está preparada para esta frenética economía descarrilada y sin frenos.

Esta economía imperfecta, neoliberal, dirige el sistema y te recluta para que vivas en una gigantesca lata de sardinas, una lata de cemento, alquitrán y ladrillos de veinte kilómetros cuadrados donde se apilan, tetristamente, millones de personas. Nosotros a esas latas las llamamos ciudades. Se considera la cuna de la modernidad. Nos han hecho creer que todo lo bueno, bonito y caro y culto está en la ciudad. Que si vale más es mejor. Así que no nos importa opositar y oxidar nuestras vidas para que nos bendigan con la posibilidad de ser una sardina enlatada más y acariciar el último iPhone de mil euros.

Este colapso sanitario, que es también un colapso económico y humano, es sinónimo, paradójicamente, de ecología. Porque el mundo respira como nunca a pulmón abierto. Las aguas trasparentes de los canales de Venecia han vuelto después de siglos, el canto libérrimo de los pájaros en los parques, el puro e infinito cielo azul sin los arañazos de los aviones, sin las boinas de desechos de conbustibles... son claros y reivindicativos ejemplos de este mensaje nada ambiguo; sin nosotros la naturaleza vive, pero nosotros no podemos vivir sin ella y la economía capitalista está en las antípodas de la sostenibilidad.

Hace doce años nos aplastaron con una crisis que fue una estafa, una burbuja inmobiliaria y bancaria llena de trampas y de banqueros y de políticos corruptos. Las facturas las pagaron los ciudadanos. Ya sabemos quienes pagarán esta. Muchos articulistas se replantean y se re-cuestionan si de esta crisis y de sus trágicas consecuencias aprenderemos algo. Las palabras del 2008 se las llevó el viento al país de Nunca Jamás.

Ahora que vivimos en esta distopía blackmirrorniana me asalta, pertinentemente, la película La gran apuesta (The big short) del 2015, que bebe del libro homónimo de Michael Lewis (2010), y que ahonda en la crisis financiera del 2008, en cómo los excesos hipotecarios eran visibles e insultantes en el 2005. Pero nadie movió un dedo para remediarlo. La crisis del 2008 fue el resultado de la avaricia, y los avariciosos rompieron el saco. La crisis del coronavirus es sanitaria, pero también es económica, sistémica y global, y los Estados deben intervenir para que el estado del bienestar no salte por los aires. Se tantea un Plan Marshall, un rescate económico, pero no está tan claro que los países quieran rescatar a sus ciudadanos (y sí a la economía). Por poner dos casos paradigmáticos: Estados Unidos da por bueno doscientos mil muertos si esto no dinamita su economía y Europa ha apostado por la insolidaridad al no asumir conjuntamente los abismales agujeros que el coronavirus ha dejado y dejará en Italia y España, y en menor medida en Francia. ¿Para qué queremos economías fuertes si no sirve para ayudar a las personas?

Para acabar solo voy a soltar una profecía para la que no hace falta ser adivino: la empresa farmacéutica que patente la vacuna contra el coronavirus, contra la covid-19, será una empresa multimillonaria que se hará más multimillonaria y que le pondrá a la vacuna el precio que estemos dispuestos a pagar.

Hagan sus apuestas.

BS

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