Silenciar y Maravillar
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Silenciar y Maravillar
El
dios del fútbol, el diez auténtico, volvió a silenciar y a maravillar al
Bernabéu a partes iguales. Siempre existirán forofos que se aferrarán a su
camiseta, por encima de cualquier otra, y más en una contienda como la vivida
el pasado domingo. Siempre quedarán tabernarios subjetivos sueltos que se
hundirán en la rabia, en la frustración, y defenderán sus colores con ceguera y
estupidez, cuando les toque morder el polvo, y acabarán desahogándose atacando
a los contrarios, señalando los errores arbitrales, e infravalorando a los
futbolistas rivales ―y propios― que le revientan la noche. Y eso ocurre a menudo con Messi,
con los forofos madridistas. Los madridistas exacerbados no pueden con él,
porque es una apisonadora futbolística, porque te la juega en el minuto 92,
cuando el empate sabía a victoria. Al final, se les queda la cara desencajada.
No es fácil ser testigo del momento en que Messi se saca el truco de la
chistera, cuando lo daban por muerto. Estamos hablando de irse a casa calentito,
en definitiva.
El
clásico que tuvo lugar el pasado domingo fue una final anticipada. Una victoria
del Madrid habría dejado la liga sentenciada, definida, en su vitrina. La
victoria de los blancos suponía dejar en el contador seis puntos de margen
sobre el equipo de Luis Enrique, y además, los de Zidane tienen un partido
menos. Sin embargo, el clásico volvió a ser blaugrana.
Por
encima de todo, al margen de las habladurías y de lo que hubiera sido posible, se
constata, se subraya, la hegemonía de un pequeño gran argentino que ya ha
marcado época, y que, a pesar de todo, a pesar de las luces y sombras del juego
del Barça de este año, si Messi está, se le puede esperar, y se le espera. Y la
magia no defrauda. Por no hablar de las páginas que le quedan por marcar.
Messi sigue demostrando que es un futbolista incombustible
cada vez que pisa el verde; sigue taladrando la meta merengue, y la que se le
ponga por delante, con suprema soltura. Como si no supusiera ningún esfuerzo. Y
es que no es un buen futbolista, simplemente, sino que sabe leer como nadie el
fútbol, el juego, y sabe completar las actuaciones como ningún otro. No
pudieron pararle, ni con las entradas criminales de Casemiro, ni con el codazo de Marcelo,
que le reventó la boca. Los jugadores del Madrid tenían la lección aprendida;
parar a Messi a toda costa, por las buenas o por las malas o por lo criminal. La
expulsión de Ramos fue justa por reiteración, porque la sangría y la
insistencia en parar a Messi con patadas, era demasiado; tan obvio como mezquino.
Quizás la falta en sí sería una amarilla de libro, o una naranja justa, pero no
debemos olvidar que va con los dos pies por delante, a clavar los tacos, y
suerte que no le pilló de lleno los tobillos. Un árbitro no puede permitir que
un equipo le haga seis, siete, ocho o nueve faltas a un mismo jugador, y que
además, todo quede impune o en repartir un par de amarillas.
El
Madrid, al margen del juego sucio, desplegó sobre el tapete su apuesta ofensiva,
de juego directo y contraataque. Controló varias y largas fases del encuentro con holgura. El Barça estuvo por
momentos perdido, sin horizonte; la defensa era un coladero. Iniesta, por su
parte, supo dominar la batuta cuando tuvo la oportunidad, pero el Barça no
domina como antes, y es un equipo muy desequilibrado, con demasiada fragilidad. Por suerte,
la defensa del Madrid, y el medio campo madridista, se abría lo suficiente como
para permitir las internadas de Messi, Suárez y compañía. Fue un partido de contragolpes, sobre todo, de idas y venidas, de toma y daca.
Cristiano estuvo activo, aunque sin efectividad; Bale desaparecido, a medio gas ―acabó lesionado tras permanecer, tan solo, veinte minutos en el césped―; Benzema siestero,
como de costumbre. Zidane confirmó, de este modo, que los titulares son los
dorsales, y no los méritos. Morata e Isco en el banquillo. Da igual lo que
hagan y cómo lo hagan.
El
primer tanto del encuentro, de Casemiro, confirmaba la superioridad merengue de
los primeros instantes. Con todo, Messi, no tardó en poner las tablas de nuevo
en el marcador. Un golazo en toda regla, con una triangulación sin fisuras,
entrando en el área con la fe de un killer,
regateándose a Carvajal, en los diez últimos diez metros de cancha, con la
destreza de quien juega al fútbol sala. Durante los instantes finales de la
primera parte, el Barça estuvo cerca de enchufar el segundo tanto. No
fue así.
La
segunda parte del encuentro se abrió de nuevo con el dominio blanco, pero el
Barça seguía incidiendo con sus internadas. Ninguno de los dos equipos se dejaba
amilanar. Y en un acercamiento culé, Rakitic, con la izquierda, con la mala, desde
fuera del área, se marcó un golazo, tras recortar a Kroos. Después llegaría la
expulsión de Ramos, y el Madrid, que pese a estar con uno menos, siguió dando
la cara, mostrando valentía. En el 86, tras una internada de los blancos, Marcelo
centró, con demasiado espacio, y James, sin oposición, libre como una mañana de
primavera, a dos palmos de Stegen, no falló, empató el partido de nuevo. La contienda parecía quedar vista para
sentencia, hasta que Messi dijo "aquí estoy yo", en el 92; galopada de Sergi Roberto, de cincuenta
metros, que le deja el cuero a Alba, que deja un balón envenenado, en el centro del área, desde la línea de fondo, para que Messi, colándose desde atrás, coloque el esférico, con clase
supina, con el interior de la bota, con la potencia adecuada, en la red, ajustándolo al palo derecho de
la meta blanca, donde Keylor Navas no puede llegar.
Las
gestas finales, a las que estaban abonados en el Bernabéu, últimamente, con Sergio Ramos y demás, por esta vez, les salieron
rana, se quedaron en ascuas, en nada.
BS
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