La ida de Colón
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Niña, Pinta y Santa María
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La ida de Colón
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¿Habéis
imaginado alguna vez la sensación que tuvo que tener Colón y los suyos cuando
se adentraron al mar sin miramientos, sin una seguridad clara sobre las
coordinadas y los ejes? Porque el mapa que imaginaban se encontraba muy alejado
de la realidad. La sensación de aventura pura, viendo pasar los días como olas, las
hostias como panes, los peces por panes, las súplicas a Dios, y la tierra sin
llegar, en un mar sin límites, como una rueda que rueda y rueda sin destino… El
peso de las largas semanas sin percibir una señal de calado tuvo que mellar por
dentro, porque ni siquiera un leve aviso de estado sólido en donde dejarse caer y andar hacía acto de presencia. De narices
el golpe por tanto al diezmarse todo, y dentro, como ironía del océano, se quedaba flotando el olor a salado del Atlántico con la resignación, que obnubilaba. No era azul sino marrón el color que parecía brotar de aquel invento. Aunque al final la tierra hubo de llegar, en forma de isla, en forma de santo, de ahí su primer bautizo para darle el nombre de "San Salvador".
Los
víveres, pasados un tiempo, se encontrarían en números rojos, escasos, más
tieso que un español de a pié a día de hoy. Porque la idea era encalar en algunos largos días y tardaron semanas, sobrepasando el mes incluso, de ahí la
sensación de divagación por los mares de la Pinta, la Niña y la Santa María. La
paciencia frágil, en algún punto, como la memoria del olvido, y los “su puta
madre” de desesperación en boca de aquellos marineros del Medievo que tendrían las exprimidas ganas de bailar un twist.
Y así debieron estar, con la tensión llenando cada rincón del barco, cada
palabra visible o invisible, con los silencios de hierro, con los insomnios, con los cruces con
Colón y las miradas en plan “te mato”, “mira dónde nos has metidos!”, con la
sensación de ahogo sin necesidad de agua, la falta de aire, mareos, espasmos,
mar y más mar.
Tras
varias semanas de agua y agua, alguna reunión de tripulantes hubo en donde
tuvieron que decidir un plan en conjunto,
o un acuchillamiento vengativo, en caso de necesaria violencia, para dejar un reguero de sangre a destiempo, en una ida
de pelota, o de manos, o un pescuezo que se aprieta por infinitas manos; la de la ira.
Buscarían un punto clarificador dentro de ese viaje a la nada que atravesaba el
más allá de los mapas, lo desconocido, una respuesta ante una pregunta que en
ese momento a mitad del mar había sido mal formulada, porque los supuestos en
los que se basaban goteaban demasiados errores.
Con la tensión por sangre y con sed de sangre, era más que probable que ya hubiera un elegido, un tripulante rudo y seguro, quizás borracho, para que se acercara a dialogar con Colón, que estaría en la proa mirando de frente al mar con un ojo más grande que otro y los morros salientes, pensando “la he liao parda a tope...”. El tripulante, con tino e inquietud, se pondría a su vera -Colón adoptaría falsa normalidad- para decirle “jefe… este… dónde carajote vamos?”, y Colón, el cabeza del plan, y por tanto el responsable de la catástrofe, estaría con la mirada perdida y los labios ondulantes, reflexionando, con los pensamiento derramados como un vaso caído que desparrama agua y cristales, las neuronas desbordadas seguramente, la presión sanguínea por los suelos, las rodillas en tembleque. Respondería, Colón al rudo marinero sin mirarle, tras mirar un papel inservible de un mapa figurado de lo que él pensaba que era el mundo, y contestaría, sin abrir demasiado la boca “no tengo ni pajorela idea tío”, dejando la boca en un punto final negro y los ojos como platos, para volver al poco en sí, tras mirar el mapa y decir con una seguridad de pegote “eh… a las Indias coño! A las Indias! Jeje, vamos a las Indias! No te preocupes tio” para no dejar escapar la catástrofe que todos daban por cercana, “vamos a las Indias, coño, dónde sino? jejeje”. La risa sería fingida, claro está, falsa, como todo, y mediocre en un punto, aparentando unas cotas de tranquilidad que nuca tuvo. Aunque por dentro le picoteaba la voz lacrimógena que le comía el espíritu a base de “¡oh no! ¡¡vamos a morir!!”.
Con la tensión por sangre y con sed de sangre, era más que probable que ya hubiera un elegido, un tripulante rudo y seguro, quizás borracho, para que se acercara a dialogar con Colón, que estaría en la proa mirando de frente al mar con un ojo más grande que otro y los morros salientes, pensando “la he liao parda a tope...”. El tripulante, con tino e inquietud, se pondría a su vera -Colón adoptaría falsa normalidad- para decirle “jefe… este… dónde carajote vamos?”, y Colón, el cabeza del plan, y por tanto el responsable de la catástrofe, estaría con la mirada perdida y los labios ondulantes, reflexionando, con los pensamiento derramados como un vaso caído que desparrama agua y cristales, las neuronas desbordadas seguramente, la presión sanguínea por los suelos, las rodillas en tembleque. Respondería, Colón al rudo marinero sin mirarle, tras mirar un papel inservible de un mapa figurado de lo que él pensaba que era el mundo, y contestaría, sin abrir demasiado la boca “no tengo ni pajorela idea tío”, dejando la boca en un punto final negro y los ojos como platos, para volver al poco en sí, tras mirar el mapa y decir con una seguridad de pegote “eh… a las Indias coño! A las Indias! Jeje, vamos a las Indias! No te preocupes tio” para no dejar escapar la catástrofe que todos daban por cercana, “vamos a las Indias, coño, dónde sino? jejeje”. La risa sería fingida, claro está, falsa, como todo, y mediocre en un punto, aparentando unas cotas de tranquilidad que nuca tuvo. Aunque por dentro le picoteaba la voz lacrimógena que le comía el espíritu a base de “¡oh no! ¡¡vamos a morir!!”.
Si no
lo mataron quizás fuese porque ya daban por hecho que todos en el barco iban de
camino al otro mundo, y por tanto, sería inútil atajar la ruta. Sería cerca del
momento en el que uno percibe que ya no hay opción para dar la vuelta, y por lo
tanto la única posibilidad es seguir adelante como si fueras de Alicante. Ya
nada importaría, todos mirarían la madera del suelo del barco, la vela, o
quizás, justo cuando ya lo tenían cogido y amarrado (a Colón) a punto de
caramelo, mientras gritaban en jauría enfurecida “matadlo!! matadlo!!”, quizás
justo ahí, y sólo ahí, alguien en lo alto del mástil, agarrado al poste con un solo
brazo y terriblemente ebrio, mientras cantaba “Ahí está, el tiburón, se la llevó
el tiburón…” callaría, alucinaría, y gritaría fuerte y locamente “tierra a la
vista!!!!!!” a lo que hubo de seguir aplausos, junto a un gran cargamento de “lo
siento” y “perdona tío” y nueva (nunca última) borrachera.
Qué grandioso tuvo que ser la sensación de Colón y los suyos cuando se fueron mar
adentro sin saber a dónde diablos iban los susodichos barcos. Pero esta
historia, como todos sabemos tiene un triste final feliz; llegaron a tierra, a
San Salvador, a América, a pesar de que Colón creía pisar la Indias, y este
pensamiento no lo abandonó nunca en vida. Después la colonización se realizó sin ninguna humanidad.
Ahora
se habla de que había indicios, de que tarde o temprano llegarían a tierra,
pero la sensación a mitad de partido de “dónde carajote estamos?” hubo de
mantenerse por fuerza entre la tripulación y es más que probable, que hasta en
el mismo Colón. Sea como fuere, el encontrar tierra, ver un continente que había estado oculto para la
civilización Europa, es un máximo, un gran hallazgo. No secundo, ni mucho menos,
las barbaridades que precedieron a dicho colofón, pero, llegase quién llegase,
porque es seguro que habrían de llegar, la situación habría sido similar, sólo
basta echar la vista a la colonización africana para darse cuenta de hasta
donde llegaron las élites europeas por sus afanes monetarios, que dejando la historia atrás, y a un lado, volvieron a
cometer los mismo errores o peores.
Cuando
empecé a escribir la columnilla para el blog el punto de mira lo tenía
fijamente clavado en esa sensación de extrañeza que hubo de asolar a Colón y a
los suyos en la embarcación. La agonía de ver los días y días correr con el
batir de las olas, con el día y la noche haciendo acto de presencia cotidiana, y como
después de una odisea que ya para todos no tenía remedio ni vuelta atrás, debido
a que no había recursos suficientes para volver, encontraron, al final, buen término con
tierra a la vista. Algún loco, antes que Colón, ya se lanzó al abordaje
de nuevas miras y hallazgos, y sucumbió, seguramente, a mitad de camino, tras un ataque de
responsabilidad y sensatez, porque es muy fácil recorrer las calles marcadas y
señaladas. Colón
lo tuvo que tener claro… o no, porque hay que ser muy loco para hacerlo. La locura, si hubiera salido mal,
habría sido parte de la nada, o habría quedado en la historia de los fracasos, donde nadie se habría acordado de él; habría sido comida de pez. Al final lo queda
es lo que ocurre, lo que deja huella, lo que abre camino. Lo verdaderamente difícil es abrirse pasos a machetazos por la
selva ignota, o como en el caso de Colón, abrir camino a océano limpio y abierto.
Para aquella sensación de pérdida en mitad del mar va esto.
B S
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