La Liga de la pandemia
El Atlético, como de costumbre, por la vía del sufrimiento, del infarto y del gotero, alza una Liga que ha costados millones de taquicardias, de caídas, de quejíos y toneladas de sudores fríos. Se pone el pone punto y final con el nunca dejes de creer como epitafio a una competición que ha suplido la calidad de los destellos futbolísticos con el ajustado puntaje. Parafraseando al ciclismo, o a las carreras de los cien metros lisos, hemos asistido hasta el último segundo de juego a la foto final que ha contado con dos candidatos, los dos clubes de la capital, y siendo generosos, hemos tenido a cuatro candidatos competentes para el título hasta casi la última semana de batalla (Atlético, Madrid, Barcelona y Sevilla).
Se cierra una liga particular, con la covid como protagonista principal, con bajas semanales por el bicho, con distancia social, con mascarilla, sin ruido ni bufanda, con un silencio confuso e inquietante en las gradas y con el particular oligopolio Madrid-Barça en desestructuración, en zona de debacle. Y se agradece. No hay nada como ver una competición en la que no ganen los siempre gigantes, que tengamos cuatro o seis candidatos a conquistar un título. Eso es emoción y no la Florenliga. No hay nada mejor para la siesta y para el desinterés que hacer un torneo con dos ganadores por defecto, que es la norma, al 80%/90%.
Esta Liga esconde muchos sobresaltos. Nos tenemos que remontar a los primeros compases del torneo. La primera y extraordinaria primera vuelta del Atlético cimentó un título que muchos cerraban ingenuamente en el enero. Pero La Liga es mucha liga y el fútbol da muchas volteretas. La segunda vuelta de los colchoneros fue más terrenal, más atlética, más de subidas y bajadas, y fue dejando un reguero de puntos, partido tras partido, por el camino, a priori, con rivales intrascendentes. Y, por la lógica canalla de los avatares, acabaron Madrid, Barcelona y Sevilla, pisándole los talones, mientras el Atlético pisaba los charcos, perdiendo puntos incluso cuando dominaba los partidos.
Durante los primeros compases de La Liga, tuvimos a un asaltante al trono, la Real Sociedad, que estuvo durante las primeras semanas en lo más alto de la tabla de la clasificación, aunque después se desmoronó y ha acabado en zona UEFA con apuros. Pero los de Imanol Alguacil acabaron conquistando una Copa tan justa como histórica y merecida. La Copa de la temporada pasada, que se disputó en abril, fue la guinda a la resistencia y a la regularidad, en el duelo vasco, frente a un Athletic Supercampeón que se ha abonado a perder finales de Copa.
Por su parte, el bache que parecía insalvable, inicialmente, del Barcelona, fue a la postre equilibrada en una segunda vuelta meteórica también. Los culés llegaron a abril con una vida extra, incluso dependían de ellos mismos para campeonar. Si bien, en los partidos finales dejaron escapar toda posibilidad, con derrumbamiento mediante, con un Messi cada vez más incapaz, con un equipo sin respuesta. El rosarino, a pesar de sus dudas, sigue sobresaliendo en el fútbol terrenal y vuelve a ser pichichi. Pero no fue suficiente para tapar todas las goteras en defensa, y Koeman, desesperado, irascible y honesto, no ha podido hacer más; cogió a un equipo hecho con parches y billetes, y ha intentado aportarle carácter, fortalecer sólidamente la defensa. No encontró el cemento necesario para construir su estructura de juego. El plantel desbordaba carencias, además, se quedó falto de gasolina, control y garra en los minutos claves; no supo plantarle cara a los grandes, ni al Atlético, ni al Madrid, ni al Sevilla. Un equipo que se ha perdido en arenas movedizas.
La culpa no es de Koeman. El holandés se lleva una Copa, que aunque parezca poca cosa, es relevante, porque debemos recordar cómo empezó la temporada en septiembre; la espantada de Bartoméu, dejando a la institución blaugrana patas arriba, con la alargada sombra de la crisis económica, una crisis con metástasis. Y al caos de dirección, el caos futbolístico, reflejado en resultados, en la competición ligera especialmente, en la que llegaron a estar fuera de los puestos de Europa, y también, en la Champions, un título cada vez más lejano, más en el horizonte, más utópico. La enésima desbandada culé se produjo ante un gran PSG que le hizo ver al Barça la dura y frecuente realidad de los últimos años, dejando a los cruyffistas con una inoperante respuesta ante los interrogantes y argumentos de los clubes de la élite europea. Hay que ser claros y dejarse de remilgos en este sentido; en diciembre nadie nada un euro por los blaugranas, y meses después, han peleado Liga y Copa gracias al empuje de Koeman, y han conquistado la Copa del Rey justo cuando Laporta aterrizaba ganando una elecciones a la presidencia con un cartel en Madrid como jugada maestra, sin discursos ni grandilocuencia, lo cual es una prueba más de la importancia del márquetin y no tanto de los mensajes, las propuestas.
En el lado merengue, hemos asistido a un Madrid irregular y peleón, que ha estado echándole el aliento, los colmillos, al Atlético, en la nuca, hasta el último suspiro. Esta temporada los blancos se quedan sin premio, a pesar de la cabeza fría de Zidane, a pesar del desaparecido Hazard, a pesar de la plaga de lesiones, a pesar de un Benzema estelar que templa el fútbol como pocos delanteros, a pesar de un Vinicius impetuoso y fallón, a pesar de todo. El club de Chamartín ha cerrado una buena temporada en Champions, su competición fetiche, llegando hasta semifinales, cayendo dignamente contra el Chealsea, y ha estado pendiente del carrusel de resultados de la liga hasta el último segundo, literalmente.
El Sevilla, por su parte, cuarto en la tabla, ha hecho una campaña extraordinaria y se ha entrometido, por méritos propios, en la pugna por el título liguero. Le ha faltado equilibrio, y quizás, saber hacerle frente a los minutos de la tensión, cuando hay un título en juego, en los partidos finales y decisivos. Lopetegui y Monchi han sacado el máximo petroleo de un equipo diseñado para entrar en Europa, pero que ha acabado mirando de reojo al título liguero y que quizás sea el primer paso para ganarla en un futuro a corto plazo. Nunca se sabe.
Los dos mastodontes, Madrid y Barcelona, además de no tener el cuerpo lleno para alegrías, para más inri, han estado envueltos en las cuentas de la lechera, en pactos irregulares y de papel mojado, embarcados en la fallida Superliga, gracias a la prepotencia de Florentino Pérez, que cree que el fútbol es cosa de peces gordos, del capitalismo, y que su control debe estar atado y bien atado, bajo el amparo de los grandes clubes de Europa, y en ese barco privado y exclusivo estaba el Atlético, que se bajó al poco. Entre unas historias y otras, han dejado a los indios a su bola, más centrados en la tierra que en el humo, y probablemente ha hecho que aumentaran sus posibilidades y que creyeran en como nunca en sí mismos. Han sido sufrido, pero han sido los justos campeones. Contradiciendo a las películas de vaqueros, a los westerns, en donde siempre pierden.
Pareciera que por genética, si los colchoneros no sufren no son capaces de conquistar los títulos. Con el Atlético se sufre hasta el final, los indios tienen las uñas peladas, y quizás por eso, cuando se gana, se gana de verdad, se saborea de verdad. Hay un éxtasis reconocible, el éxtasis propio del que tantas veces ha muerto peleando banalmente en la orilla. Una hermandad. Hay, también, una buena dosis de épica en que el tercer gigante en discordia del fútbol español se alce con un título.
Y sí, hay tres nombres propios en este título atlético, en esta temporada 20-21; el primero el incansable y omnipresente Cholo, que tiene algo de impostor en el campo, con su nerviosismo imparable, pero de lo que no cabe duda es que tiene el Atlético en la sangre. Desde que está a los mandos del club rojiblanco ha sabido, temporada tras temporada, pasara lo que pasara, hacer un equipo competitivo y que muere de pie, que pelea en el campo; el segundo nombre es Luis Suárez, un killer de área denostado por el Barcelona que se ha reivindicado en una temporada extraña y exigente, a base de goles, a base de empuje, enchufando los goles en los momentos claves, porque no cada gol de Suárez era un momento caliente. Su actitud directa, con doble de carácter y doble de pasión, su fuego interior que le lleva a pelearlo todo, a pugnar por cada balón, cada milímetro del área, peleándose con extraños, con los defensas rivales, con el portero rival, con el árbitro y con quien haga falta, ha hecho que cada gol de Suárez sea una reivindicación personal, una ayuda colectiva, porque Suárez le ha dado al Atlético los goles, lo que más necesitaba; y el tercero, el gigante Oblak, el que seguramente más puntos ha salvado, unos guantes imprescindibles, y más en equipo en donde escasea el talento, nunca el trabajo, en donde ha tenido que lidiar con partidos con doble/triple carga de trabajo y ha sabido solventarlo.
La Liga de la pandemia ya es historia y el Atético suma a su escaparate su undécimo título liguero, eso sí, con triple dosis de sufrimiento. Los colchoneros han obrado el milagro tras milagro, remontando en los últimos y cruciales partidos, en los instantes finales, para que ningún rojiblanco se olvide de que en un mismo partido, los atléticos bajan al infierno y suben a los cielos docenas de veces.
B S
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