Vistazos (XI)

 

                

VISTAZOS (XI) 

La barrabasada de Migué Bosé

Que le estará pasando al pobre Migué
que hace mucho tiempo que no sale

Miguel Noguera es un inquietante dibujante y un surrealista cómico. Ha publicado varios libros con dibujos y reflexiones. Con sus dibujos y sus pensamientos de ese más allá mental que él posee, realiza también unos monólogos, con la etiqueta de "ultrashow", en que pone de manifiesto sus ocurrencias estrafalarias, sucesos grotescos, figuraciones ficticias, extrañas, inquietantes. Y todo lo lleva y adorna con un lenguaje que a veces es de una exactitud gramatical académica enajenada y otras veces tira todo eso por la borda y se recrea en lo burdo, lo ruin, lo grosero. Y se forma un juego de contrastes peculiar en donde el clímax queda siempre atento a un anticlímax. Si algo caracteriza el sentido de la comedia de Noguera es que no sabes lo que pasará en el próximo segundo. Noguera usa la realidad y hace, en parte, un aparte, aludiendo a menudo a lo que Valle-Inclán bautizó como esperpento (que fue llevado a su máxima expresión en Luces de bohemia); distorsionar la realidad para destacar lo feo y lo grotesco.

Y mirando las noticias, me pareció que la manifestación en favor de un mundo sin mascarilla, promovida por Miguel Bosé, podría ser perfectamente uno de sus parajes verbales dentro del ultrashow, y que, al mismo tiempo, podría ser un esperpento colosal. Me pareció feo y grotesco. Como la leyenda urbana avalada también por Bosé o Búnbury de que con la vacuna te inyectan un nanochip para controlarte, de la mano de Bill Gates. Puro ultrashow. Para dimitir de la vida. Pero hay esenciales diferencias entre los dos Migueles; Noguera quiere trastocar lo establecido, colisionarte con sus agudezas, quedarte desconcertado y provocarte. Quiere que te lo pases bien con un nerd intelectual, excéntrico, loco, que te cuenta unas paridas tremebundas. Sin embargo, lo de Bosé, que también es un personaje en sí mismo, solamente desconcierta. Ni pizca de gracia. Bosé, como capitán negacionista, nos corrobora esa fatídica certeza de los "optimistas" informados; a veces se puede perder la fe en la humanidad.

Los personajes que organizaron la barrabasada no creen en la ciencia y ven conspiraciones debajo de las piedras. Al frente de ella, Miguel Bosé, dando la cara a golpe de tuits desde su atalaya de trilero fiscal, Panamá, en donde vive con su dinero blanco y su dinero gris, (ya que dejó una suculenta deuda sin pagar en Hacienda, en su "patria"). Los negacionistas culpan a las instituciones y a los políticos de esta realidad represiva, paralela e inventada, llena de medidas que recortan la libertad y los derechos de la ciudadanía, y señalan y culpan, por tanto, a todo el que se trague las mentiras de la OMS, del gobierno, de la Unión Europea, y un largo etc. Porque ellos no creen en la pandemia, en la covid, en las vacunas. Y en mitad de una epidemia asesina y mundial, con una nueva ola de rebrotes asomando, con miles de fallecidos por el camino, les pareció un buen propósito de verano pasearse sin distancia y sin mascarillas. Asistir a la turbadora, aunque exigua, manifestación. Propugnando lemas sincerebristas y disparatadas, absurdas peroratas, sobre las mentiras que se vierten sobre un virus que, según su propia versión con base en la rumorología, no existe.

El sentido común, para estos creyentes del humo, es el menos común de los sentidos. Y como yo, muchos nos tomamos a broma a estos seres estrafalarios y paranoicos, que no dejan de ser títeres del hazmerreír, actores de una grotesca comedia con escaso público. Es probable que detrás de los pánfilos negacionistas se escondan algunos problemas mentales severos que les hacen percibir la realidad como si vivieran en un Matrix disparatado, y algunos salen a la calle sin mascarilla y con cascos de papel albal en la cabeza para evitar que la red wifi del gobierno sepa lo que están pensando y los lobotomicen. Por tanto, es también un problema de salud mental urgente.

A pesar del ruido y del espectáculo no dejan de ser cuatro cenutrios que aplauden como focas a un bocachanclas. Y Bosé y Bug Búnbury avivan el fuego de la dantesca verbena (la mayoría los dejamos entretenidos, porque desde siempre ha habido casos dados por perdidos). Si bien, los berreos y de los desbaratos verbales no tienen prácticamente relevancia. Ni político ni social. El problema podría llegar si estas estrellitas estrelladas en estas teorías negacionistas, con el potente altavoz mediático de las redes sociales mediante, se pusieran a dar pábulo. Y aquí entran de nuevo los quehaceres de los dos cantantes, porque han alentando y alimentando tan burdamente estas teorías ridículas que, quizás, han conseguido acentuar el efecto llamada de los incívicos para que vayan a su libre albedrío. Lo que podría provocar un problema de salud pública. 

Nadie nos asegura que los devotos del despropósito no puedan crecer y que lleguen a armar esa revolución negacionista cargada de absurdidad. Y, elucubrando, ahora que lo pienso, no tardaría, viendo el goteo incesante, en aparecer algún paraguas político para resguardar a todos esos apátridas de la razón y el juicio. Y podríamos incluso, tirando de imaginario febril, ver a Vox, el partido de las bravuconadas, intentando hacerse el benefactor de turno de los seres sin norte, disparando con desmesura, por ellos. Porque una absurda minoría, con las circunstancias adecuadas, podría convertirse en una absurda mayoría. Y si no, que se lo digan a Trump. 

 

El pisoteamiento (2-8)

Hacía doce años que el Barça no protagonizaba una temporada en blanco, sin títulos. Aquel último año sin movimiento en las vitrinas azulgranas, en el 2008, Laporta se vio obligado a darle un golpe de efecto al club. Se la jugó al todo o nada con un entrenador que llevaba a sus espaldas cero experiencia en banquillos del fútbol profesional. El elegido; Guardiola. Encajó a la perfección; un tipo que supo instalar su metodología. Un enamorado y obseso del fútbol. Uno más, uno de los de siempre, en Barcelona. Lo que necesitaba el club en ese preciso momento.

La fatalidad propició la llegada de un técnico joven con una nueva y fresca mentalidad futbolística que requería piernas, clase, oficio, sacrificio y táctica. Lo requería para llegar al fútbol total, a la excelencia. Además, llevaba dentro sí la sangre azul y grana, el juego combinativo por antonomasia, las enseñanzas representativas de la masía.

Ese final de año aciago del 2008, tan pantanoso, dejaba a un técnico cinco estrellas como Frank Rijkaard fuera del banquillo. El técnico holandés de rizos de popstar lo había ganado todo, y había conseguido, después de varios lustros, devolverle la ansiada Champions a la institución barcelonista. Su final de etapa para nada fue un descalabro. De hecho, su rueda de prensa de despedida acabó en aplausos. Algo insólito. Pero perdió la liga en el último suspiro, una liga que se la llevó el Madrid. Y las facturas de los malos resultados se las comen los entrenadores a palo seco. 

Pero el cambio no fue un mero cambio de cromos de entrenador, fue más allá, si bien con una filosofía paralela. Llegó Guardiola y eclosionaron de manera estelar, deslumbrado aún más; nombres como Xavi, que ya era un fijo en el once; Iniesta, que ganaba galones con cada partido que jugaba; y sobre todo Messi, que con su talento desbordado comenzó su reinado universal. Vimos al mejor Barcelona de la historia, el mejor fútbol que se haya visto en un terreno de juego. El discípulo de Cruyff vino con una revolución bajo el brazo; la guillotina pasó entonces por el vestuario culé, sin pena y con gloria, y dejó a futbolistas de talla mundial fuera del equipo. Porque quería un equipo profesional, quería deportistas, un plantel compacto, centrado y equilibrado. Pujoles e Iniestas. Garra, toque, clase y talento. Y compromiso. Prescindió, a las primeras de cambio, de Deco, Ronaldinho (que cayó en picado, futbolísticamente) y Eto’o, por motivos futbolísticos y por motivos extrafutbolísticos. Aunque hubo una excepción a la regla con el delantero camerunés, una excepcional excepción avalada y recompensada en el campo, que dejó a Pep sin argumentos, porque Eto'o puso para el bien del colectivo goles, sudor y coraje. Fue una pieza imprescindible. 

Esto viene a cuento porque el Barça necesita una reestructuración radical. Nuevos líderes y savia nueva. El Bayern ha puesto al Barcelona cara a cara con el espejo de la dura y cruda realidad; no puede medirse de tú a tú con los grandes de Europa. El equipo que gestiona Bartomeu llevaba ya cuatro años desplomándose en la Champions. Alguien podría haber augurado, hace tres años, o incluso cuatro, que esto se veía venir. Las flaquezas del equipo, que eran evidentes entonces, se han ido agrandando. La presión defensiva, casi en estático, y los repliegue a destiempo, han lastrado el bagaje deportivo. Su fútbol pasó de la excelencia de Guardiola a ser, con el tiempo, más pausado, pragmático, eficaz y aburrido. Cada vez menos dominio, cada vez peores partidos. 

No tardaron en empezar a asomar los descalabros. Al principio parecía anecdótico, como el que choca contra un iceberg en el mar; te pilla desprevenido, no lo ves venir. En el 2017 el PSG de Unay Émery le propinó la primera gran goleada al Barcelona reciente con un 4-0 que se quedó en nada, porque en el partido de vuelta un genial Neymar, con Messi de copiloto, se inventaron un partido de videojuego, y lo hicieron realidad. Salvaron un match-ball histórico; ganaron 6-1, con un final hollywoodiense. Obraron el milagro. 

Con Valverde llegaron dos hecatombes. Sin milagros. En el recuerdo aún pesan la pintada de la Roma, hace dos años. Después del susto del PSG, otro equipo volvía de nuevo a pisotear al conjunto blaugrana. Los romanos hicieron valer su gol en el Camp Nou, y con el 3-0 de libro en el partido de vuelta levantaron el 4-1 de la ida, lo que provocó la primera eliminación de la Champions por KO técnico. Pero más duro aún fue el golpe de lleno en el costado del Liverpool. Esta segunda eliminación, el año pasado, dejó otro partido para la historia, las bocas abiertas. El equipo de Kloop, para poner el tapete del contexto, salió castigado con un injusto 3-0 del Camp Nou, en la ida. Pero, para sorpresa de los más incrédulos, quedó en agua de borraja. Los rojos, los Salah, Mané, Van Dijk y compañía, levantaron la eliminatoria en la vuelta con un 4-0 antológico e histórico en Anfield. Ese 4-0 fue el segundo gran revolcón de la era Valverde, una derrota que evidenciaba el final del fin en can Barça. Los reds, a la postre, fueron campeones. 

El equipo de la ciudad condal fue un muñeco roto en Anfield, como lo ha sido en Lisboa con el Bayern. Los blaugrana fueron zarandeados y no tuvieron reacción, se bloquearon. En Roma la desigualdad no fue tanta, fue simplemente un mal partido, un mal día. La desastrosa derrota en Anfield traspasó las líneas rojas, ese partido fue un batacazo en toda regla, sentenció a Valverde, aunque en diferido. Se buscaron soluciones, pero la espina dorsal, al empezar la temporada siguió siendo la misma; Messi, Suárez, Piqué, Ter Stegen, Busqué, Alba..., al que le sumaron a un estelar como Griezmann, que no decide los partidos que por clase debería decidir, y, posteriormente, al centrocampista holandés De Jong, que ha tenido un año sin incidencias.

Pareciera, a estas alturas, que todo el mundo se había dado cuenta de que el Barça ha vivido de la inercia de los años de victorias y de la calidad suprema de Lionel Messi. Lo que es indiscutible es que el Bayern ha evidenciado que el equipo español es un equipo sin motor ni gasolina, sin piernas, sin mentalidad ganadora. Algo que no es culpa de Setién ni de Valverde. Y es que hace cinco años, el Bayer de Guardiola era barrido por el Barcelona en el Camp Nou, con uno de los mejores partidos del historial de Messi, con el recuerdo de aquel gol antológico que dejaba a Boateng en el suelo, a Neuer cuajado y a Rafinha dentro de la portería enredado en la red. Desde aquel 2015 con triplete victorioso (Liga, Copa y Champions), con Luis Enrique a los mandos, el Barcelona no se ha encontrado en Europa. 

El viernes pasado, la historia de la Champions le ha dejado guardada una de sus páginas negras, una derrota que es una humillación, un ojiplático 2-8. Tampoco deberíamos pasar por alto la eliminatoria del 2013 en la que el plantel bávaro desarmó al equipo que por entonces dirigía Tito Vilanova por un contundente 7-0 (4-0, 0-3). (Ese año el Bayern alzó su última orejona). Aunque encajar ocho tantos en noventa minutos tiene algo que roza la pena y el ridículo. Será difícil, por no decir imposible, volver a ver a un equipo de élite caer y demolerse de esa visceral manera, porque esos ocho goles es la viva representación de un equipo con los brazos bajados y la cabeza perdida. Que a un equipo le caigan ocho goles en Champions, y que sea a un equipo de talla mundial como es el Barcelona, te deja a cuadros. Ese 2-8 es un acto despótico, y el Bayern, por los motivos que fuera, quiso hacer muchísima leña del árbol caído. Hay algo incluso, éticamente hablando, antideportivo en semejante paliza. Porque ha sido un ensañamiento sin contemplaciones. Pero, no lo olvidemos, es solo fútbol. Es solo un juego. Y el Barça volverá a sus fueros. Cuestión de tiempo.

BS

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