El tiovivo en llamas (II)



La noticia del coronavirus, de la covid-19, es ya un suceso histórico. Una pandemia que estará subrayada en fluorescente en el libro de la historia. Uno de los cataclismos que más a mordido, a pleno colmillo, a la economía y a la sociedad del siglo XXI. La paralización casi total de la economía (manteniendo, mínimamente, las constantes vitales de una economía de supervivencia), a nivel planetario, ha sido y es un hecho sin precedentes. Todavía nos quedan unos largos meses para volver a vivir en la era postcovid (¿con el estilo de vida precovid?) y dejar en la cuneta este distorsionado presente, y futuro cercano, con mascarilla y dos metros de distancia mediante. No sabemos si lo que nos depara recordará en algo a la normalidad anterior al coronavirus o si será una distopía cotidiana.

Este frenazo económico nos ha dejado palpar con una nitidez brutal que el sistema capitalista no estaba preparado para una emergencia sanitaria de este calibre. El edificio del capitalismo se derrumba sin contemplaciones en estos casos. El futuro, con la economía en la lona tumbada por KO, queda varado en un agónico desierto, perdido en un laberinto infinito y asfixiante (de los que diseñaba Borges), con la incertidumbre que se expande como una mancha de aceite. Lo poco que sabemos es que la factura no deja de aumentar día tras días. Los dígitos se disparan. Pero también sabemos que las personas somos más importantes que los lingotes, que el dinero no se come y que tampoco salva vidas. Los sanitarios, sí.

Desde el principio de la crisis son muchos los opinólogos y articulistas que han planteado que los devenires que nos aguardan tendrán que ser distintos, tanto en lo económico como en lo social, sin olvidar los replanteamientos políticos que deben dar ajuste a los descarrilamientos de este parón en seco. Básicamente, creen que tomaremos conciencia de nuestros errores, que seremos distintos, más empáticos y solidarios, y que nos centraremos más en los asuntos que de verdad importan; sanidad pública, educación pública y el mantenimiento del Estado del bienestar (democracia, libertad, igualdad y fraternidad). Pero basta con ver la increíble cegera de estos días, las playas inundadas de mareas de gentes, para que nos demos de bruces con la acera de la cruda realidad. Pese a las hordas de bobos, hay una amplia e invisibilizada mayoría que cumple con el sentido común. Y es que el desplome económico no nos puede dejar ciegos ante la mayor de las evidencias; esta pandemia superará por mucho la cifra de muertos de cualquier guerra civil. Ante esto, el paro y la crisis inminente y creciente no es un asunto menor, pero en la encrucijada, había que apostar por salvar vidas, confinamiento incluido.

Muchos hablan de un nuevo comienzo, de un nuevo renacer, de que este salto al precipicio nos hará cambiar. Así lo apunta, por ejemplo, John Gray (en su artículo publicado en la sección Ideas, en El País), que asegura que el capitalismo liberal está en quiebra, que esta crisis será el punto de inflexión para un cambio de modelo que vire hacia la socialdemocracia. Pero, en términos generales, no aprendimos, en demasía, de la crisis del 2008.

Actualmente, en España, tenemos cuarenta millones de presidentes, cubata en mano, que habrían tomado las medidas oportunas, necesarias y salvadoras. Adivinos que vieron antes que nadie cómo había que actuar para acabar con el coronavirus. Capitanes a posteriori que nunca fallan. (¿Cómo? Eso nadie lo sabe). Nos quedará para la posteridad las palabras del insensible García-Page (que habló de las ganas de vacaciones de los funcionarios días antes de que los hospitales de su comunidad colapsaran). Sin olvidar al bocachanclas de Boris Johnson (que acabó infectado de coronavirus, infectando, de paso, a su mujer embarazada de seis meses), y de Trump, (que a fanfarrón no le gana nadie, pero a antipático tampoco, y que creyó conveniente soltar en una rueda de prensa que inyectándote sanytol, el problema estaría resuelto). Y como ellos, ejemplos miles.

Pero las cuestiones de fondo son cuestiones culturales y también de medios. Hay países subdesarrollados, o en vías de desarrollo, que mantienen la venta y compra de animales sin ningún tipo de control sanitario y sin normas básicas de higiene. A estos mercados a la intemperie hay que sumar los inmensos estercoleros de los pueblos y ciudades. Así que los futuros epicentros de una pandemia, en un mundo globalizado, seguirán abiertos. Las instantáneas de estos descontrolados mercados callejeros (que son  casi imposibles de descubrir en occidente), son los panes de cada día en Asia, África y Latinoamérica, en entornos castigados. Muchas personas siguen comiendo animales salvajes, como es el caso del gigante asiático. De hecho, aunque no hay unanimidad, los científicos coinciden en que el virus puede proceder de uno de estos mercados, del de Wuhan, concretamente, con los focos disparando sobre los murciélagos (sobre una sopa de murciélago) o los pangolines infectados.

Los datos aportados por China sobre el coronavirus son contradictorios, y en ocasiones, un completo sinsentido. No es creíble que China tenga la cifra de muertos y de infectados que tiene. Pero no hay que olvidar que es una dictadura, y que todo aquel que abra la boca (o que solo enseñe los dientes), y deje al aire las evidencias de las cagadas del gobierno comunista, desaparece. China, a pesar de las luces del mercado aperturista económico de los últimos años tiene una parte ahogada en la sombra, en la pobreza. Una miseria acuciante hasta lo intolerable. La de la China rural y semiabandonada. Por no hablar de los miles de chinos que viven apilados en jaulas, literalmente, en las grandes metrópolis del país.

Esta pandemia, pase lo que pase a corto plazo, va a desnivelar aún más las diferencias entre las clases sociales agrandando las desigualdades. Este será el reto a subsanar a corto plazo. En el prólogo de su libro Capitalismo Progresista: la respuesta a la era del malestar, Joseph E. Stiglitz, Nobel de Economía, que en los noventa fue uno de los miembros más importantes del equipo económico de Bill Clinton (demócrata, por tanto), nos detalla cómo la mayoría de sus colegas creían y creen, como si de una fe ciega se tratara, que la economía no debe ser regulada por los Estados, que ella se regula a sí misma mejor que nadie. Una idea arraigada (permanente y recurrente en las facciones conservadoras e incluso moderadas), que, como asegura Stiglitz, no tiene ninguna base teórica ni empírica. Y sin embargo está llena de guardianes. De hecho, la entrada en el siglo XXI, con una economía globalizada, supuestamente fuerte y al alza, llevaba consigo de la mano una desigualdad nunca antes vista. Por no hablar del guantazo que supuso la crisis del 2008 que nadie vio ni de lejos (lo que prueba que la economía sin reglas desemboca en las trampas, en los fraudes y las recesiones). Stiglitz no deja lugar a las dudas, nos plantea la evolución económica capitalista, que vira hacia una democracia del 1%, por y para ese 1%. Y también deja claro que es imposible separar economía y política por mucho que los economistas se empeñen (y menos aún en Estados Unidos).

Para Stiglitz, el abuso de los grandes núcleos económicos, la mala gestión de la globalización y el poder extraordinario de los mercados están directamente relacionados e influyen decisivamente en la política. Subraya, además, un apartado muy importante, que nunca se ha puesto en el debate económico: “la verdadera fuente de la riqueza de las naciones descansa en la creación: en la creatividad y en la producción de la gente (…), las interacciones (…), en los avances científicos”. Defiende, por tanto, una agenda progresista que está en las antípodas de lo que plantea el capitalismo, la regulación por sí sola de la economía, lo que defiende por ejemplo Donald Trump. También habría que argumentar por qué, hasta la llegada de la covid-19, y por increíble que parezca, Trump tuvo en crecida libre a la economía americana. Nadie se explica cómo la economía de la primera potencia mundial ha seguido mejorando y creciendo con un presidente que es un completo disparate, un holgazán perdido en su egocentrismo, un Homer Simpsons dictatorial y sin gracia, un auténtico majadero. 

La creencia extendida de que el capitalismo, derivado en algunos países en un neoliberalismo, no necesita de las ataduras ni de los corsés de las políticas estatales, es un juego verbal y económico falaz. La presuposición de que, salvo contados recesos inevitables, la tendencia económica es siempre al alza, es de trileros; es imposible que las empresas, cada día, produzcan más y ganen más dinero y que sean cada vez más ricas, que es lo que nos hacen creer. Stiglitz, no pasa por alto que ese supuesto crecimiento económico sin fin, en Estados Unidos, iba de la mano del aumento de la desigualdad, de la crecida exponencial de la pobreza. Se daba, por tanto, la fórmula alienada por la cual crecía el número de ricos, pero mínimamente, mientras que, masiva y salvajemente, aumentaban los pobres.

Tendremos que estar atentos, que mirar atentos, para que los que vayan a arreglar los socavones económicos que esta maldita pandemia nos va a dejar, no aplasten, ni lancen al vacío a los más vulnerables, a los de siempre.

BS

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