Petrificados
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Dos fotografías de In Memoriam, 12,460 |
Un artículo reciente de Luisgé Martín se adentra en las profundidades de la obra fotográfica de Oliver Roma, en In memoriam 12,460. Roma fue profesor de autoescuela ―y, por qué no decirlo, fue un impostor, su auto y su enseñanza carecían de volante―. Guardó las fotografías de 12.460 alumnos ―lo cual, resalta una incógnita condición, quizás obsesiva compulsiva, quizás capullo crepuscular, ángel en el INEM… quién no encuentra, se pierde― y decidió, un buen día, porque sí, experimentar, como un snob, congelar las fotografías, a esperas de repuestas y llamadas a preguntas no formuladas. ―Su mujer le abandonó ese día elegido, señalado, no le dejó notas ni desdichas en el frigorífico, se llevó al gato―. El experimento de Roma contenía ciertas líneas epistemológicas; qué perdura, qué recordamos, frente al martilleo continuo de la rutina. Un sondeo en que la memoria perdida juega el papel fundamental.
En In memoriam 12.460 observamos unos rostros transmutados. El propio autor los cataloga, bautiza, como “petrificados”. Tras someter las fotografías a registros bajo cero, las imágenes aparecen agredidas, distorsionadas, ensordecedoras. En algunas solo nos queda borrosismos. Las caras diluidas, en ocasiones, se nos asoman con nítidas pinceladas; un ojo derecho, restos de un collar, una sonrisa sugerida, cruda, interrogativa, un pendiente, un cuarto de boca, la comisura. Todo es confuso, inquieta. También nos topamos con fotografías corroídas, sin exégesis posible, en donde solo apreciamos un machón imponderable, como un cruento golpe, como una suerte de impacto, como si un meteorito congelado ―o el propio Roma a derechos garrotazos― hubiera colisionado ―se hubiera abalanzado― en la foto ―y le hubiera birlado lo ajeno, los almuerzos, y lo demás, y lo que llevara en los bolsillos, bajo el yugo intimidatorio de un revolver en la izquierda mano de pulso parkinsiano― como si no hubiera pasado mañana. Y poco más se ofrece. No nos podemos hacer una idea clara de los “petrificados”, los significados. Esa es la clave.
La memoria nunca acierta con lo que ha ocurrido, con lo vivido, lo sobrevenido. Conjetura. El olvido siempre se queda con la porción más grande del embrollo. Las interpretaciones son físicas, psíquicas y sensoriales, subjetivas y ficticias. Roma lo sacó en claro tras quedarse días malviviendo con las escenas ―embobado―. De esta manera, la suerte, el olvido, y los recuerdos entrecruzan los mismos parámetros, las mismas rotondas y esquinas, aunque con distintos códigos de circulación.
“Es difícil vivir sabiendo que no quedará huella de nada”, nos dice el espectacular e imprescindible Borges, tan amante de los laberintos y las sardinas que se muerden la cola ―y las que acaban en la parrilla―, en lo que podríamos considerar reflexiones sobre lo que vendrá, aunque eso, distant friend, depende del peso que lleves tras tus zapatos, de la cantidad de energía que inviertas en dejar esa huella o en quitarte la herida. El futuro seguirá siendo incierto, y sin embargo, el invierno siempre acecha ―Winter is coming― por aquel cruce en donde se asoma el semáforo que tiene fundida ―otra vez― la bombilla que le da sentido a la luz verde.
B S
En In memoriam 12.460 observamos unos rostros transmutados. El propio autor los cataloga, bautiza, como “petrificados”. Tras someter las fotografías a registros bajo cero, las imágenes aparecen agredidas, distorsionadas, ensordecedoras. En algunas solo nos queda borrosismos. Las caras diluidas, en ocasiones, se nos asoman con nítidas pinceladas; un ojo derecho, restos de un collar, una sonrisa sugerida, cruda, interrogativa, un pendiente, un cuarto de boca, la comisura. Todo es confuso, inquieta. También nos topamos con fotografías corroídas, sin exégesis posible, en donde solo apreciamos un machón imponderable, como un cruento golpe, como una suerte de impacto, como si un meteorito congelado ―o el propio Roma a derechos garrotazos― hubiera colisionado ―se hubiera abalanzado― en la foto ―y le hubiera birlado lo ajeno, los almuerzos, y lo demás, y lo que llevara en los bolsillos, bajo el yugo intimidatorio de un revolver en la izquierda mano de pulso parkinsiano― como si no hubiera pasado mañana. Y poco más se ofrece. No nos podemos hacer una idea clara de los “petrificados”, los significados. Esa es la clave.
La memoria nunca acierta con lo que ha ocurrido, con lo vivido, lo sobrevenido. Conjetura. El olvido siempre se queda con la porción más grande del embrollo. Las interpretaciones son físicas, psíquicas y sensoriales, subjetivas y ficticias. Roma lo sacó en claro tras quedarse días malviviendo con las escenas ―embobado―. De esta manera, la suerte, el olvido, y los recuerdos entrecruzan los mismos parámetros, las mismas rotondas y esquinas, aunque con distintos códigos de circulación.
“Es difícil vivir sabiendo que no quedará huella de nada”, nos dice el espectacular e imprescindible Borges, tan amante de los laberintos y las sardinas que se muerden la cola ―y las que acaban en la parrilla―, en lo que podríamos considerar reflexiones sobre lo que vendrá, aunque eso, distant friend, depende del peso que lleves tras tus zapatos, de la cantidad de energía que inviertas en dejar esa huella o en quitarte la herida. El futuro seguirá siendo incierto, y sin embargo, el invierno siempre acecha ―Winter is coming― por aquel cruce en donde se asoma el semáforo que tiene fundida ―otra vez― la bombilla que le da sentido a la luz verde.
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