Tras los acelerones de la Navidad

Nadie mira la pluma en su baileable descenso, su tenue caída de
livianos gestos, ni se fijan en si la luna ha engordado esta noche, si tiene
resaca, si se acordó de alguien que no ve desde hace siglos. Tampoco es
necesario. Los árboles se deshacen de sus hojas cuando los días de perros
trocan en la reiteración, aguantan desnudos las inclemencias, los ladridos. El
frío solidifica las cosas.
Uno da cuerda, otro se cuelga de ella. Las ventas de motos no
siempre coinciden con el gusto del personal, habrá que renegociar la vuelta de
la plata, trapichear, descambios y recambios. Seis de cada diez regalos se
despachan de nuevo en el mercado de segunda mano. Justo cuando las rebajas
aparecen al 50%.
Las botellas vacías, los que fueron un día cigarros
perfectamente empaquetados pasan a colillas, humo, cáscaras y cabezas de gambas por todos lados. Dejar un aliento de
ultratumba para mal de la conversación. Tienes que decir algo supremo,
superior, con tal alitosis encima, hermano. Entra el año nuevo, como siempre, por la puerta grande, bien
engalanada, nuestros mejores deseos, más cabezas de gambas. Las gargantas han abierto para tragar más
de la cuenta, el resto del año aguantamos otras cosas también. Volveremos a
tropezar por otras piedras, a fumar tras prometer que lo dejabas, a dejarlo mil
veces y a recaer. El encanto de las montañas rusas. Como la vida misma. Perdonar es sano, olvidar
también, pero hay que discriminar lo que se olvida y lo que no, lo que no
quiere decir que haya que convertirse en autocomplacencia, en gilipollas integral.
El gorro de Papá Noel pasa a la historia, pronto habrá un
nuevo anuncio de Coca-cola, el mundo gira a la misma velocidad, a 29,5 km/s, aunque cada vez
le cuesta más arrancar. El día menos
pensado lo dejará a un lado... la indiferencia. Hablo de la tierra, no del gordo. Pero
las rebajas están a la vuelta de la esquina, corre, otra vez, no se puede parar esta
espiral de engranaje autocomprador, obedece a tu destino, a tu tele, ella nunca
te dice nada, por eso gana. Un presidente dice algo sobre las mejoras de su
país para este año, que pisa, como los demás, más fuerte que nunca. Suena ridículo. Una euforia
contenida y malgastada, una foto, cabeza de gamba, leer un texto que ha escrito otro.
Volvemos, dejamos a un lado los estupendos deseos de año
entrante. A alguno, por estadística se le caerá la misión al suelo. La tostada,
si cae, lo hace por la cara untada, pero todo tiene limpieza, aderezo y
viceversa. Aguantar el atasco, el pinchazo, el chillo, el guantazo, lo consustancial. Si hay que gritar
que se confunda con la música a todo trapo. Por favor, vivan a todo tren un rato a la semana al menos. Descarrilen. Que la locura frene la pena. Girar
el dial, que la radio se vuelva familiar, cercana, otra vez, escuchar con
cierto grado de curiosidad el tambaleamiento del planeta, ponerle cara, nombre y apellido a los títeres, y mirar por la
ventana qué tal se pone el día, parece que el sol se cura un poco del ajetreo. El coraje
puesto, por supuesto.
La esperanza mueve montañas, pero es la pobreza quien hace
que se esparzan las personas por los hormigueros del norte, como ceniza soplada, los que dan abasto y portazos.
No confíes en un tramposo, no apuestes por el caballo cojo. Miremos como lo haría un ciego. Miremos al que intoxica al mundo a la cara y metámosle un puro.
La vuelta al trabajo, pagar el peaje, aparcar el coche en el
mismo sitio o cercano al mismo, cruzar las mismas calles a la misma hora, la
rutina, el café con sabor a café pero sin la monserga ideal de una alma amiga
errante, cercana e ida, que, aunque de extrarradio, siempre le da una línea
entrañable a cualquier blanco u oscuro asunto. Las almas errantes, de
extrarradio, son eficaces, morrocotudas, prodigiosas. Lo del café va aparte.
Sin azúcar nada es lo mismo. Aún espero a que me suelten de verdad que vale 21
euros. Atesorar ilusión hasta el último suspiro.
Bruno Sánchez
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