Admiro
Admiro la épica de
las mujeres que se levantan a las seis de la mañana (nieve, llueva, o truene)
para fregar suelos y quitar pisadas. Nadie dijo que subir la montaña fuera
asunto de un par de días. Subir desde el menos uno tiene más mérito que lidiar
al toro ya muerto. Cada uno mira al suelo a su manera, a algunas se le ve la
nostalgia desde el país vecino, resisten. Admiro a las mujeres, a las madres, al común denominador
que avanza y gana lanzando flechas a gigantes. Admiro a las
que no se quejan teniendo mil y una ralladuras por motivos. Las que aparentan
en la mirada cinco años más será por algo. La admiro, te sonríe a la fuerza y, con
la cara desgastada, tú sabes entonces todo lo que guarda y vale.
La gran
mayoría del mundo al entrar en un supermercado mira el precio antes que el
producto, calcula lo que se puede o no comprar. No le pueden quitar la dignidad y
la pureza. Que una mujer pueda convertirse en cosa es para pegarse un tiro. Eso
significa que nuestra madre no es una madre, son tres cabras y un camello. Todo
tiene un precio, y las meten en ese saco roto y maloliente. Miles de mujeres, niñas,
son vendidas cada día, en una suerte de supermercado, dentro nuestro negro
planeta (que de azul tiene poco).

Admiro a
las guerreras que salen a conquistar el mundo sin tirar piedras, solo con sus
idas y maneras. Para suplir la desigualdad con la que se mide este mundo macabro
y machista. Admiro a aquellas que a pesar de sufrir todos los escupitajos de la
azotea, no pierden el norte, y siguen empatizando con los demás y ser sensible
a sus caídas y huesos rotos. Viven apartadas, solas, en silencio, felices.
Admiro a
las que caminan descalza, soportan las cadenas, las rompen y corren para
quedarse sentadas en otras bocas, en otro café, rozar otro cuello, encadenarse
de moltu propio en otros brazos, en
los que ella quiera.
Admiro
a mi madre porque esté donde esté siempre me manda un mensaje que dice “cómo
estás?”. Se olvida de muchas cosas, pero no de enviar besos por la noche. La
admiro porque a pesar de sus atascos y de pertenecer al Cretáceo (y de su excesiva
creencia en el aceite de oliva como elixir de la vida) cuando vuelvo a casa
sonríe como una niña pequeña, como mi sobrina. Admiro a mi hermana porque será
la mejor madre del mundo, porque cuando era pequeño me levantaba con sus piernas y me dejaba
“flotando en el aire”. Lo llamábamos el “avión”. Descubrí así que se podía
volar. Se puede. Admiro a mi sobrina porque será mejor que nosotros y nos enseñará a
desaprender para volver a aprenderlo todo.
Admiro a
mis alumnos, a los que he tenido en estos últimos meses. Algunos de ellos han
cruzado más fronteras de las que se podrían contar con los dedos. Los admiro
porque a pesar de todas las piedras que cargan en sus maletas y estómagos,
pintan cada error con una sonrisa. Han hecho que cada tarde me sienta en la
silla de lo privilegiado. Los admiro porque me han contado sus historias, me
han enseñado sus miradas, su microuniverso particular, sus ojos, formas y
modos. Me han ofrecido sus piernas, han mejorado y calibrado el zoom de mis
gafas, me han agrandado este lugar tan cálido y vertedero.
Cuando descubro que hay corazones
tan enormes repartidos por aquí, que se fraccionan y bifurcan y mezclan con
otros, y que yo me he alimentado hasta reventar de ellos, formando así uno más
grande y fuerte, otra cosa que sobresale de los latidos… no sé muy bien qué
decir, porque solo lo siento, solo me queda dar las gracias por formar parte de
esto.
Bruno Sánchez
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