Crónica de una muerte no anunciada



La selección cayó, como nunca, y jugó de las mil horripilancias. Es cierto, todo el mundo vio a esos once jugadores trocados, por esta vez, en un manojo de pavancia; no nos habían preparado para tal hecatombe. Una bicicleta bajaba por el monte brasileiro cuesta bajo, sin frenos, sin sillín... ¡era España! Menuda ca­lamidad, viejo amigo. Fueron un Ferrari hasta no hace mucho, y la carcasa, la ca­rrocería, estaba más o menos aparente segundos antes de que se pusiera a rodar la pelota, soplos previos al primer encuentro. Los primeros pases de bola, aunque monótonos y sin inspiración, no vislumbraban, ni por asomo, el penosos presagio venidero ho­jalateño. El personal futbolero comía pipas y mantenía el tipo frente al televisor con la ca­miseta roja. Algunos coches tocaban a júbilo con el claxon cuando el primer gol de Costa llegó, de un penal que no fue. Pero aquello era un espejismo. Después llegó el atraganto.

El mundo entero daba por hecho que estarían en cuartos de final, que para eso no hacía falta ni peinarse. Primero Holanda les dio una manita. Nadie imagi­naba coger tal desatino en el primer asalto. Roben se puso Messiánico, en lo suyo, en la banda, rompiendo caderas y poniendo caretas. Levantaba la mano para pe­dir el balón, pero era falso, lo hacía para re-matar. Entraba como un cuchillo. Pi­qué le puso la alfombra, Casillas no estaba en su casilla, jugábamos sin Torres la partida, y para colmo, Arjen no cesaba, re-mataba y cen­traba como un querubín. El jaque mate era inevitable.

Un poco más tarde, Chile, nos aclara los hechos; este mundial ni la ole­mos. El desastroso cuadro no tenía ya arreglo, los partidos de la selección se trans­formaron en la “restauración” del Ecce Homo de Cecilia. Algunos comprendi­mos que el fútbol no es una cuestión técnica de posiciones y movimientos, no es tan sólo una ac­tuación configurada con la simetría que proporcionan unos pies que se confabu­lan al calor de los alaridos de un entrenador para dirigir el balón a la red; es una cuestión de garra y quijotada, de pasión, de querer volar y llegar a volar. Como Van Persey en el primer gol, que saltó lo que no está es­crito para darle con la cabeza a la bola, como Super­man, entrarla en la portería, dormirla ahí, tan salvaje y tan cuidado, sin que im­portara el trompazo posterior a cara césped. Al menos dejamos una buena ima­gen final en el partido (insulso y descafeinado) disputado frente a la ceni­cienta y endeble Australia, cuando ya nada importaba.

Ahora, aunque no sirva de consuelo, los borricos forofos deberían estar sa­tisfechos con los numerosos éxitos de la reciente historia futbolera pasada, estar agradecidos de que durante tantos años un equipo se instalara en la cima del fútbol. Pero no, lo habitual es dejar lo pasado en el cajón del olvido, con­vertirlo en una patata y lanzarlo a los confines del universo. Llenarse la boca de soberbia y dirigir el dedo índice justiciero a los presuntos culpables, sin compasión. Así son y así se­rán, el pasado se les va demasiado rápido.

                                                                                                                   Benji Matías Prats

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