Roland Garros es Rafa Nadal

 

Por decimotercera vez Nadal ha vuelto a morder el trofeo que eleva a los tenistas en la tierra batida, el torneo de los mosqueteros; Roland Garros. Con escaso público, con frío, en un octubre estancando de mascarillas y ojos resignados, en un otoño que rezuma confinamiento. Lo vuelve a hacer y hay que repetirlo como un mantra, porque si no, quizás, no apreciemos la grandeza, lo que supone la gesta; trece Roland Garros; veinte Grand Slams. Iguala la vitrina, en cuanto a títulos de los grandes torneos se refiere, del más grande, de Roger Federer. Se queda en el mismo escalón que el suizo, a la misma altura del jugador que cultivó y cultiva el tenis exquisito, el tenis hecho belleza, armonía y técnica. Nadal ha llegado a los registros del más grande con más corazón, resistencia y cabeza, y con dosis insuperables de sudor, garra y entrega. Con menos virtuosismo. Y eso tiene un mérito irreprochable, una lectura con moraleja, una lección.

La final del domingo pasado, de ayer, no fue el paseo que marcan los números del partido, lo que refleja el marcador. Nadal venció y por momentos arrolló a Djokovic, pero hay conclusiones engañosas y distorsionadas en el apabullante resultado final: 0-6, 2-6, 4-6.

Pero no hay dudas en lo esencial; Nadal dejó en la cuneta al serbio, le hizo morder el polvo, nunca mejor dicho. Djokovic estuvo descentrado, irregular, errático, pasivo, sin respuesta, sin tenis. Pero no es cierto, como han escrito algunos periodistas de prensa deportiva, que Novak tirara el partido y bajara los brazos desde el minuto uno. Puso una infructuosa resistencia y no dejó de intentarlo. Simplemente no se encontró, porque Nadal lo dejaba perdido y lo obligó a jugar un tenis con piernas, sacrificándolo, con muchos puntos largos, con rallies interminables, con peloteos pegajosos que minaban al serbio. Un tenis espeso, lento y tétrico. Rafa Nadal da pocas bolas por perdidas y las devuelve con mucha pegada y mucha altura. Algo a lo que el número uno del mundo no está acostumbrado.

El tercer set fue un punto de inflexión para Nadal y un momento clave de partido. El español llegó a estar por debajo en el marcador y Djokovic consiguió hacerle un break y ponerse por delante. Llegó a estar 4-3 en el set, pero fue solo un espejismo. El manacorí se rehízo rápida y eficazmente, volvió a sus andadas, a dominar el partido, a agigantarse con su raqueta. Y como ocurre a menudo en el tenis, el que se agiganta no solo se apodera del espacio y de la pista, sino que convierte a su rival, a su oponente, en un diminuto muñeco de trapo al que zarandea, y al que domina, con golpes y derechas. A Nadal el tenis se le puso redondo el la tarde lluviosa parisina. Nadal le castigó enormemente el revés al serbio y Djokovic no supo salir de las embestidas, tuvo que lidiar y entrecortar el juego del español con dejadas, no siempre exitosas, y tuvo un sinfín de errores no forzados. Al serbio le faltó continuidad y su primer saque, y el saque para Djokovic es un arma fundamental para dominar los puntos, y por ende, los partidos. Nadal fue un martillo pilón y Djokovic acabó desquiciado y resignado, asumiendo que hay días en los que la derrota es tan clamorosa que no existe la queja. 

Ambos tenistas se han encontrado cincuenta y seis veces, de las cuales el serbio lleva una ligera ventaja con veintinueve victorias. Pero Nadal ha llegado a los veinte Grand Slams, a su vigesimotercer Roland Garros y a sus cien victorias sobre la tierra de París. El balear clava unos registros redondos y que en lo que respecta al máximo torneo por excelencia de la tierra batida, deja para la posteridad una cota imposible de superar. 

Y es verdad ese leitmotiv de que con Nadal nos quedamos sin adjetivos. Además, Nadal es un campeón cuando gana, y sobre todo, cuando pierde. Él es un campeón porque es humilde, porque sabe perder, porque tiene los pies en la tierra y porque sabe relativizar las cosas importantes, separar las cosas importantes de las que no lo son. Es verdad que iguala a Roger Federer, y que va a cerrar este 2020 trágico con una pequeña alegría, con una nueva ensaladera, pero esa alegría es compartida, es también para todos los que somos participes de su garra, su lucha y su coraje, y por supuesto, de sus logros.

BS

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